Fue el octavo Marqués de Queensberry
quien, junto a John Graham Chambers, creó
las reglas del boxeo moderno en 1867 e inventó los guantes «nuevos y de la
mejor calidad». Su objetivo fue dar a lo que en aquel momento era una disputa
sangrienta –brutal– el aspecto de un arte. John Sholto
Douglas, tal su nombre, quiso para el boxeo lo mismo que los griegos habían
logrado ya en el año 1900 antes de Cristo, lo cual les permitió que lo
incluyeran en el 688 de la misma era en los Juegos Olímpicos. Quería hacer de
este deporte, que se practicaba particularmente entre la aristocracia, un culto
al cuerpo.
Pero el arte y el respeto a lo
corporal del hombre no le importaban al Marqués, sino tan sólo para el
pugilismo. En cambio para el amor –para ese amor donde anida la Gracia – Sholto Douglas guardaba la
hipocresía propia de su moral victoriana.
Paradojas de la existencia. En el cementerio de Père Lachaise de París, en una
tumba que más parece un pájaro en siempre vuelo, están las cenizas de su
víctima: uno de los escritores y poetas célebres de la historia universal. Oscar Wilde.
Boxeo, ¿deporte o violencia?
El hombre utilizó sus puños a manera
de arma desde tiempos remotos. En Albacete, España, hay pinturas rupestres de
los años 10.000 a
5.000 anteriores a la era cristiana, con representaciones de estas luchas; y en
siglos posteriores, pero siempre antes del nacimiento de Cristo, la historia
registra la existencia del boxeo en muchos países. En África, Egipto, la India , Irak y Grecia —ya
estaba dicho: Homero escribió sobre boxeo en «La Ilíada », la epopeya y el
poema más antiguo de la literatura occidental.
El Imperio Romano lo tomó de la
cultura griega y lo convirtió en un espectáculo bestial, injusto, salvaje. Era
un espectáculo al que se sometía a los esclavos, gladiadores y prisioneros, en
los circos romanos. ¡Cómo no iba a ser un imperio
el que introdujera todos los condimentos de la crueldad!
Los púgiles-víctimas, usaban el
«cestus». ¡Ah, cuánta falta hacía el marqués de Queensberry… pero no para
condenar el amor, sino para salvar vidas! El «cestus» era una suerte de guante
de metal con clavos y cuchillas, para amputar los cuerpos… o matarlos, mientras
el circo romano reía y aplaudía.
Lástima –en este aspecto-, faltaban
siglos para que naciera el Marqués. Aquel imperio
–que es como el imperio de nuestros
días- llegó a incluir un «myrmex», para hacer más horroroso el horror. El
«myrmex» era una espuela de bronce que se adosaba a los guantes y que podía pesar hasta tres kilos. «Mirmex» significa despedazador de miembros.
Por suerte, cuando el Imperio Romano
decayó, ya no pudo costear estas carnicerías tan divertidas y el cristianismo también se opuso a aquellos
enfrentamientos dignos de una pesadilla.
Y pasaron los años como las nubes pasan por el camino del ancho
cielo.
Y llegó a Inglaterra el noble (venía de la nobleza) arte de «fistiana», el arte de «fistear».
A ver… hablemos en lengua «humana», digo… comprensible.
«Fistiana»: del inglés «fist» = puño,
en castellano.
El primer registro de un combate de
boxeo en la modernidad data de1681 cuando el duque de Albermarle organizó –en
Inglaterra, por cierto– un combate entre su mayordomo y su carnicero. A mi
juicio, el circo romano continuaba;
también en 1719, cuando el boxeo era un deporte popular en Londres y James Fig,
el gran héroe y campeón.
Pero los combates se hacían sin
guantes, los adversarios rodaban por el suelo, se agredían a mano abierta y a
puño cerrado, los espectadores apostaban como en el casino… «¡Pégale más
fuerte, mátalo, destrózalo!»… bramaba la multitud caníbal. Seguía la matanza.
Y entonces llegó el que se conoce
como el «Padre del boxeo», Jack Broughton, quien pudo reglamentar apenas una
pizca de aquella salvajada.
Según sus dictados, un boxeador no
podía permanecer más de treinta segundos en el suelo, a noventa centímetros de
su contrincante (¿o enemigo?); y, si no reaccionaba, el entrenador podía darlo
por derrotado.
Sin eufemismos: salvarle la vida… o
tratar de hacerlo.
Después, las reglas del London Prize
Ring acortaron los treinta segundos a ocho y si el deportista era volteado, se daba por finalizada la pelea.
Pero aquello era sólo un analgésico
para semejante sangría
Oscar Wilde y Lord Alfred Bosie Douglas, el «delito» de amarse |
Y
llegaron John Sholto Douglas –Marqués
de Queensberry–
con John Graham Chambers. ¡Qué alivio! Claro que ya corría 1867 y los heridos,
muertos y mutilados por el boxeo eran innumerables. Eran innumerables se-res
hu-ma-nos.
«Nuestro»
–por ahora–
hombre
de Queensberry (1844-1900), cambió las categorías de «peso» de los deportistas
e instituyó los salvadores «guantes
de la mejor calidad y nuevos». En realidad, este código habría sido redactado
por John Graham Chambers y producido y patrocinado por el Marqués, quien
–además–
lo publicó.
A partir de entonces, se estableció que los
«asaltos» no podían durar más de tres minutos, con un minuto de descanso entre
ellos; y que el boxeador que cayera al suelo o sobre una de sus rodillas, no podía
permanecer en esas condiciones más de diez segundos. En ese momento, se daba
por perdida la pelea.
Del dúo Chambers-Sholto Douglas
proviene también la idea del famoso «cuadrilátero»: el ring debía ser un
espacio cuadrado de 7,3 x 7,3
metros y la clasificación de los luchadores por
categorías, de acuerdo a su peso.
El hombre bisagra
En 1889 el estadounidense John
Sullivan, campeón de los «pesados», peleó y ganó frente a Jake Kilrain el
último combate sin guantes de la historia.
Después, en Nueva Orleáns (Louisiana)
y ya con los guantes que imponían las reglas de Queensberry, perdió la
competencia de su categoría frente a James Corbett. Fue el 7 de septiembre de
1892.
John Sullivan fue el hombre-bisagra
entre dos etapas de este deporte y las pautas de Queensberry se mantienen hasta
hoy como código de conducta.
Pero… ¿Hasta dónde los boxeadores
eligen ese camino por amor al cuadrilátero, hasta dónde por necesidad de dinero
y/o por qué ansían la fama? ¿Hay violencia en ellos… o las carencias los
empujan a tomar los guantes de Queensberry?
De Vanity Fair |
Pienso en algunos de los considerados
«Reyes del boxeo».
El «Campeón gaucho» Carlos Monzón,
campeón del mundo del peso medio, a quien entrevisté tantas veces. El 12 de febrero de 1988 asesinó a su
última esposa, Alicia Muñiz, a quien tiró por el balcón de un edificio de la
ciudad de Mar del Plata. En 1995 murió en un accidente automovilístico, cuando
iba a su casa para gozar de un permiso penitenciario.
Otro de los Reyes, el mexicano Ricardo López,
(«El Finito»),
«Campeón del mundo del peso paja» en
1990 y del peso «mini mosca» en 1999. Cincuenta y una victorias, ninguna
derrota, la frente alta y considerado por muchos como un ejemplo. Tanto más, sin duda, lo sería el sinaloense Julio César
Chávez, cinco veces campeón mundial en diferentes categorías. El Marqués de
Queensberry aplaudiría sin guantes.
¡Que se vaya el Marqués!
El Marqués de Queensberry, John Sholto
Douglas, fue el padre del lord Alfred Douglas, «Bosie», pareja amada-amante del
escritor, dramaturgo y poeta Oscar Wilde. «El mapa del mundo estará incompleto
si en él no incluimos al país de la
Utopía », escribió. Y vivió
sus palabras.
Pero su utopía, que no era otra cosa que el amor total con
«Bosie», lo llevó a la cárcel, donde escribió «La balada de la cárcel de Reading». Allí estuvo condenado a dos años de
trabajos forzados, a raíz de un juicio por «indecencia grave por la comisión de
actos homosexuales». El marqués lo había acusado de sodomía, lo cual fue una
expresión de la falsedad, del cinismo político de la época –¿sólo de la
época? –, de la soberbia del Poder y, por cierto, de la intolerancia.
El precio del amor: la cárcel |
Oscar salió
de la prisión arruinado financieramente, y con su espíritu herido: se equivocó
al creer que «Bosie» ya no lo amaba; y tras las rejas le escribió un largo
texto que se conoce como «De profundis».
Paradojas
de la condición humana: el mismo marqués que salvó tantas vidas, gracias a las
reglas del boxeo y a la obligación de los guantes, quiso matar el amor.
Bajo el
nombre falso de Sebastian Melmoth, Wilde pasó el resto de su vida en París,
donde murió en soledad a los 46 años.
Su sepulcro
de pájaro enamorado tiene cientos de señales de besos de quienes lo amamos. Bendita
su vida, que quiso ser vivida como poesía y no como la prosa que escriben los
mediocres. Debo decir que cuando lo visité en el cementerio de Père Lachaise, sentí que en aquellos versos de su Balada escrita tras las rejas, no hablaba
de otro, sino de sí mismo:
«… Entre los reos caminaba /con un mísero
uniforme gris / y una gorrilla en la cabeza; /parecía andar ligero y alegre,
/pero nunca vi un hombre que mirara con tanta avidez la luz del día. /Nunca vi
a un hombre que mirara/con ojos tan ávidos/ese pequeño toldo azul/al que los
presos llaman cielo…»
El suyo era un cielo sin reglas porque el amor no las necesita.
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