viernes, 6 de abril de 2018

Cristina Castello: el soplo del rayo, por Claude Darras

Cristina Castello, el soplo del rayo
Par Claude Darras


         No hace falta recordar el lugar que ocupan Paul Éluard, Jorge Luis Borges, Robert Desnos, Pablo Neruda, Victor Hugo y Miguel Hernández en su biblioteca intelectual. Poesía magnánima, sensual, desgarradora, Cristina Castello canta y clama, incansable, la verdad de la existencia, mezclando todos los perfumes, todos los gritos, todos los sueños, todas las caricias, todas las visiones, los de la mujer celebrada y los de la ceniza aborrecida.
         Periodista y pedagoga argentina, abre el tiempo de una epopeya nueva, nada menos; una epopeya del verbo en que lo auténtico del testimonio se armoniza con lo sensual de la expresión. Apenas leídos un versículo, una estrofa, un párrafo, exigen que se aprenda más de esta mujer que, en Francia desde el año 2001, comparte hoy la vida con el poeta André Chenet.
         Un vistazo retrospectivo sobre su experiencia profesional y poética  confirma la exigencia que puso en palabras, con el imperativo -como Antonin Artaud- de que no estuviesen desvinculadas de la vida. El resultado es una escritura del compromiso total, ético y político, de la palabra dada como acto de insumisión frente a todas las concesiones. Sus amigos, escritores que comparten con ella la misma palabra (Bernard Noël y Jean-Pierre Faye), expresaron su júbilo al escuchar y volver a escuchar a la«mensajera de las sílabas negras», según la definición de Antonio Gamoneda al escribir el prefacio de una de sus obras.
         Las voces mezcladas, coros que susurran o coros polifónicos, el desenfreno de la frase, los ritmos locos de la narración, la inventiva del recitativo, restituidos con brillo del castellano al francés por Pedro Vianna, todos estos componentes atestiguan que la poesía siempre será una cuestión de soplo, sabiendo que aquí se trata del soplo del rayo.

Torbellino

[...]
La palabra puede ser una cruz o una flor
Acaso un cerrojo abierto hacia la libertad
Un abecedario de alas, un violín de Chagall.

O quizás un cóndor genuflexo, un edén mendigo,
Unas sábanas fósiles en su destino de espera
Sin el perfume a placer del amor fecundado...
...
Tinieblas

Están agotados. Como las páginas
De los libros que se clausuran
Sin Ser jamás otra edición, la vida
Los desaparecidos de Argentina
Tulipanes sin tumbas, derruidos
Fantasmas sin huesos, grito mudo
Lágrimas que surcan mis venas...

(Extractos de «Ares», Buenos Aires, 12/II/2007 y/19/III/2007en «Orage/Tempestad», de Cristina Castello).

Nada más difícil que hablar de poesía, esbozar aunque sólo fuera una nota crítica que dé cuenta de un poemario o de una antología. ¿Habré de repetir la advertencia de Louis Aragon cuando apunta que «hay que estar loco para escribir sobre la poesía»  «La poesía se escribe, no se explica»  plantea Aragon, en 1968, en su prefacio a un texto suyo titulado Y «Quien habla de poesía está loco porque la poesía empieza allí donde se pasa a lo incomunicable». No, de veras, no reiteraré el desafío de Aragón. Prefiero refugiarme en el reto de Jean Cocteau que incita a «hacer comunicable lo incomunicable» de la escritura poética. Con esta perspectiva atrevida, escogí, en el tablero de mis lecturas, a cuatro de nuestros contemporáneos. [Acá, Cristina Castello], para quienes la poesía es un prisma que desde el fulgor deslucido de los periódicos, hace brotar los siete colores, fuente de matices infinitos y de múltiples escrituras.

Traducción del francés: Denise Peyroche

domingo, 1 de abril de 2018

Marcos Ana, el Quijote. Por Cristina Castello



(Marcos Ana murió el 24/11/2016- Esta nota es anterior)
Decidme cómo es un árbol. /Decidme el canto de un río/
cuando se cubre de pájaros.
Marcos Ana

Es el hombre que más tiempo estuvo en la cárcel durante la Guerra Civil española. Sin sueños de venganza, Marcos Ana sigue luchando contra el fascismo. Su historia es testimonio de los pájaros sin alas de aquella barbarie; y también una juerga de ternura que iza la Bondad por encima de todo horror.


Marcos Ana, poeta y Quijote. Emblema universal de la lucha por la libertad —88 años, hoy— estuvo en las cárceles del franquismo entre 1939 y 1961. Conoció el espanto en su piel, en su corazón, y a través de los ojos de sus compañeros; descubrió el oprobio en las manos de los torturadores: manos extranjeras a la vida que sólo los domingos cesaban de masacrar, pues entonces los verdugos rezaban en la Iglesia y con el capellán.
Pero también supo de deleites: en las mazmorras del fascismo español, Marcos Ana «adoptó» —como se adopta un bebé— una flor inocente, nacida en la grieta tenebrosa del muro más cruel. Así como, aunque trepado a los barrotes y castigado duramente por ello, se extasió con cada plenilunio que —gracias a su obstinación— pudo gozar. Igual que contrabandeó, reja a reja, la poesía de Neruda y sus propios versos, como una letanía que invocaba la libertad. Tenía sólo 19 años cuando cayó en aquel infierno del Régimen, y veintitrés más cuando —como una salva de pájaros contentos— pudo dejar la jaula para abrazar la nitidez de la luz.

Luz cegadora para él, que no conocía más que las tinieblas. Pero la vida, que sólo le había ofrecido su mano mezquina, le llegaba por fin con la mano que da. Entre todos sus dones, le dio los viajes, el reconocimiento mundial —el abrazo de la humanidad— y la posibilidad de luchar. Le dio la poesía, y le descubrió el amor y el sexo... recién a sus 42. Ella era joven y morena, delgada, bella y sutil. Se llamaba Isabel Peñalba y tenía la mirada azul.

¿Serán los ojos de Penélope Cruz, la actriz fetiche de Almodóvar, los que lo mirarán desde aquel azul de Isabel? Quién sabe. Primero terminará la filmación de «Los abrazos rotos» y, quizás, rodará «La piel que habito». Y entonces se dedicará a «Decidme cómo es un árbol», el último libro de Marcos Ana; obra que recorre el mundo con sus memorias de la prisión y de la vida, flameantes de humor, de la poesía de su prosa y del sentido de la existencia como un hecho trascendente.

¿Cuántos filmes podrían hacerse con cada latido de este Quijote? En cualquier caso, Almodóvar eligió tomar la historia de Marcos, «un superviviente», cuando era ya un pájaro en vuelo libre que surcaba cielos a la salida del infierno. Al cineasta le impresiona que, después de haber respirado tanta muerte, el poeta sepa de justicia y paz, de fraternidad y siembra, de imaginación y esperanza, y no de rencor. Le sorprende su pasión por la vida del prójimo. Se emociona porque en «Decidme cómo es un árbol», nuestro autor cuenta que —a causa de un compañero que lo denunció— recibió una de sus dos condenas a muerte; y, aun así, no da su nombre para evitar un daño a la posible familia del traidor.

Curiosa audacia la de Almodóvar, artista de un lenguaje cinematográfico barroco y brillante, cuyos temas habían sido hasta ahora el amor por su madre y por las mujeres, la sexualidad, el maridaje entre el amor y la muerte, y la transmutación del alma. Y si bien algunos hechos de la historia que filmará justifican a primera vista su elección —ya se verá— hay algo central, más novedoso que todo. «Marcos Ana es lo más parecido a un ángel —explicó el director—, no he conocido a nadie tan bueno». A partir de esta experiencia, ¿podremos sumar entre sus razones para elegir un guión el valor infinito de la Bondad?


La mirada azul
Decidme cómo es el beso / de una mujer. Dadme el nombre
del amor: no lo recuerdo
.
Marcos Ana

Después de 23 años tras los muros, lo más difícil fue la libertad. Aprender a ser libre. Marcos sabía vivir en la cárcel, donde el cariño hacia (y de) sus camaradas fue su sostén y su motor. Aunque fue torturado hasta casi morir; aunque vio asesinar tantas vidas y también su juventud, tiene grabadas en la piel y en todo su ser las risas de sus amigos y su generosidad. Con ellos compartía el hambre y el pan, los sueños y los homenajes con que —en las sombras de la sombra y con ingenio— honraban a los grandes poetas. La cárcel era una «universidad democrática», un hogar. Marcos fundó las tertulias literarias, a pesar de que la imaginación era salvajemente perseguida. Los guardias debían evitar la fuga física de los prisioneros; y el capellán, la fuga espiritual. Había que impedir la poesía, pues era enemiga del sistema, era un ser más a encarcelar. ¿Encarcelar el sol? ¡Vaya!

En la década de los ’50 y a una celda de castigo infrahumana sus compañeros le acercaron, ellos sabían cómo — ¡oh, qué gracia la imaginación!—, una lapicera y poemas de Neruda y de Rafael Alberti. Los leyó más de mil veces y... ¡empezó a escribir! Pero... ¿cómo guardar su palabra escrita? Y aquí otra vez la creatividad. Sus «colegas» de prisión aprendían de memoria sus versos, y los que recuperaban la libertad eran poemarios parlantes de Marcos Ana, conocido aún como Fernando Macarro Castillo. Tiempo después, recibió un librito impreso con sus poemas... ¡Hombre, qué felicidad! Eran las dos primeras ediciones de «Te llamo desde un muro», publicado entonces en México y en el Perú.

Como un juego interminable de espejos reflejados en sí mismos para multiplicarse, la cámara de Almodóvar mostrará a los espíritus inquietos del mundo, la vida de nuestro personaje y conciudadano suyo... ¡sí! Vaya sucesión de casualidades: el cineasta nació en La Mancha, igual que la obra suprema de la literatura universal: «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha»; igual que Don Miguel de Cervantes Saavedra, su autor, quien había abierto los ojos a la vida en Alcalá de Henares, ciudad de la famosa región, donde Marcos vivió desde sus nueve años y padeció su primera prisión... ¿Es que existe el azar?

Virgen hasta los 42, para Fernando Macarro el mundo exterior era una leyenda, una fábula, una ficción. No había muros sino cielo; ¡había tocino! —tocino, aquel sueño suyo de hambreado durante los 9.000 días y noches de su encierro—; había coches, carteles luminosos, tiendas... ¡mujeres! Había una vida «normal» y él la había olvidado después de tantos años tras los muros. Habituado al horror y a la necesidad, las luces lo mareaban, devolvía la comida que había ansiado: se sentía en otra galaxia... hasta que llegó su noche azul.

Ella. Ella creía que él estaba borracho e intentó devolverle el dinero; el que él debía pagarle, como prostituta que era la muchacha. Fernando Macarro no sabía qué hacer, a solas con una mujer y en un hotel; se sentía torpe, extraño, desorientado, hasta que le contó la verdad: los 23 años de cárcel y su inexperiencia sexual. Y ella se dedicó a él con amor: lo llevó a pasear por la Gran Vía de Madrid y fueron a cenar, mientras él hablaba y hablaba, como una semilla que encuentra tierra fértil después de la sequedad.

La mirada azul lloró. Lloró tanto, al tiempo que él le contaba el único mundo que conoció. Lloró por todas las cosas que merecen lágrimas (Jorge Luis Borges). Isabel Peñalba —era ella, sí— lo llevó después al hotel y logró que Fernando hiciera el amor. Quería renacerlo, inaugurarlo. Ya en la mañana, chocolate con churros juntos en la cama, y cuando el poeta amanecido «varón» llegaba de vuelta a su casa encontró en el bolsillo las quinientas pesetas de la paga que ella no cobró. Y un papel, un llamado, una solicitud de amor: «para que vuelvas esta noche».

Él pensó en ella todo el día con deseo y emoción, pero el miedo de ofenderla con la paga —que además era dinero de la joven— se mezclaba con su deseo viril y con el temor de destrozar el recuerdo de aquella noche de pureza y magia. No sabía si ir o no, y otra vez fue una flor la que lo salvó de nuevo, para decidir. Compró docenas de flores tan luminosas como aquella que, nacida en el muro más cruel, había adoptado como a un bebé. Las 500 pesetas —el precio de la paga— se convirtieron en un bouquet de pimpollos con orquídeas y magnolias. Las dejó en la conserjería del hotel, con una tarjeta: «Para Isabel, mi primer amor». Franz Kafka escribió que cuando uno se empeña en subir, los escalones brotan debajo de los pies, anhelantes. Isabel fue el escalón al amor.
Almodóvar se regocija en este recodo de alba y de tal embeleso de ternura que su cámara ansía traducir.

Antes, mucho antes, el faro de Marcos había sido el cariño absoluto hacia sus padres, en quienes pensó para elegir el seudónimo con que lo conocemos. Escogió Marcos, por su papá: ¡ay!, aquella imagen de una gorra solitaria prendida en la rama de un árbol roto, cuando un bombardeo lo asesinó; los ojos desolados del hijo tenían 17 años. Decidió apellidarse Ana, por la mamá. Abnegada bajo su siempre pañuelo negro en la cabeza, ella había ido a verlo a la cárcel, una vez más, pero no la dejaron entrar. Con su calvario interior por haberse enterado de que el hijo estaba condenado a muerte, comenzó a volver sobre sus pasos. Mamá Ana cayó al suelo, los guardias la golpearon y humillaron y ella murió en una zanja, en aquella Navidad de 1943: «...que murió de rodillas, me contaron / crucificada en un leño de llanto, / con mi nombre de hijo entre sus labios / pidiendo a Dios el fin de mis cadenas»

Candilejas
Mi pecado es terrible; / quise llenar de estrellas / el corazón del hombre
Marcos Ana

Desde su liberación en 1961, gracias a la presión internacional, pues estaba condenado a sesenta años de rejas, recorrió Europa y gran parte de la América morena. Conoció a Louis Aragon, Pablo Neruda, por fin a Rafael Alberti y María Teresa León, a Salvador Allende, Nicolás Guillén, Picasso, Yves Montand, Michel Piccoli, Prévert, Jean-Paul Sartre, Joan Báez, Miguel Ángel Asturias, Pedro Vianna y tantos más. Convirtió su vida en una defensa de la libertad, en contra de todo autoritarismo. Fundó y dirigió en París, hasta el final del franquismo, el Centro de Información y Solidaridad con España (CISE), que presidió Picasso. Y cada persona que lo entrevistaba, y aún hoy, le repite una pregunta: ¿Vio en prisión al enorme poeta, alma de cristal, Miguel Hernández? Sí, lo había visto. Al «Fuego azul de la poesía» —como lo llamaba Neruda—, el franquismo lo había asesinado a los 31 años, con una tuberculosis ponzoñosa a la que sus verdugos jamás atendieron.

A los dos años de su libertad, Marcos conoció a Vida Sender, quien fue su mujer por muchos años. Hoy están separados, pero conservan una amistad cada vez más honda y el amor de los dos hacia «Marquitos», con quien vive. Es el hijo de ambos —hoy camarógrafo, fotógrafo y documentalista—, la ofrenda mayor que recibió de la libertad.

Pero hubo otras más. Como el reencuentro con aquella música de acordeones y violines que, de una orquesta lejana, había escuchado en la cárcel de Burgos en la Navidad del ’60. Nunca supo el nombre y, aunque la buscó con obsesión, sin ese dato y sin poderla tararear, no era posible hallarla.
Después, el vértigo de los viajes lo llevó a Copenhague, donde le habían asignado para hospedarse la casa de… Karen. Alta, bella, fascinante, la diosa nórdica no podía entenderse con él más que por señas. Marcos no hablaba una palabra de inglés, y ni pensar en el danés. Desde un sillón, la miraba, cohibido —más aún cada minuto—, sin poder pronunciar una palabra; y ella lo percibió: lo acomodó en el canapé, apagó las luces para crear un ambiente tenue que ayudara al reposo, puso cierta música en el tocadiscos y se dispuso a dejarlo descansar.

Entonces, la sonrisa de la vida. El milagro. La melodía que el poeta estaba escuchando era la de la película «Candilejas», la misma de aquella Navidad; la que tanto había buscado. La música le provocó un sobresalto que hizo a Karen volver, inquieta, y sentarse con él, casi en él. El resto fue el abrazo en silencio, la vibración al unísono, y el lenguaje del amor y la pasión. En los cinco días de su permanencia en Dinamarca y en tantos otros de su vida libre, el encantamiento pobló de estrellas al héroe que llena de estrellas el corazón del hombre.

«Decidme cómo es un árbol», clamaba Marcos Ana en el poema que dio el nombre al último libro. Hoy, ya todos los bosques, todos los pájaros y todos los ríos le contaron su historia. Hoy se reconoce como un «árbol milagroso», porque sigue dignificando la condición humana. Y se abraza a la palabra de su admirado Paul Éluard: «Y serán recompensados los que ríen de horror».

Cristina Castello, en revista "Playboy" de México, Octubre 2008

viernes, 30 de marzo de 2018

El hombre que humanizó el boxeo y condenó a Oscar Wilde por amar, por Cristina Castello

Oscar Wilde
Fue el octavo Marqués de Queensberry quien,  junto a John Graham Chambers, creó las reglas del boxeo moderno en 1867 e inventó los guantes «nuevos y de la mejor calidad». Su objetivo fue dar a lo que en aquel momento era una disputa sangrienta brutal el aspecto de un arte. John Sholto Douglas, tal su nombre, quiso para el boxeo lo mismo que los griegos habían logrado ya en el año 1900 antes de Cristo, lo cual les permitió que lo incluyeran en el 688 de la misma era en los Juegos Olímpicos. Quería hacer de este deporte, que se practicaba particularmente entre la aristocracia, un culto al cuerpo.

Pero el arte y el respeto a lo corporal del hombre no le importaban al Marqués, sino tan sólo para el pugilismo. En cambio para el amor para ese amor donde anida la Gracia Sholto Douglas guardaba la hipocresía propia de su moral victoriana. Paradojas de la existencia. En el cementerio de Père Lachaise de París, en una tumba que más parece un pájaro en siempre vuelo, están las cenizas de su víctima: uno de los escritores y poetas célebres de la historia universal. Oscar Wilde.
 
Caricatura del Marqués de Queensberry
en Vanity Fair
 Boxeo, ¿deporte o violencia?

El hombre utilizó sus puños a manera de arma desde tiempos remotos. En Albacete, España, hay pinturas rupestres de los años 10.000 a 5.000 anteriores a la era cristiana, con representaciones de estas luchas; y en siglos posteriores, pero siempre antes del nacimiento de Cristo, la historia registra la existencia del boxeo en muchos países. En África, Egipto, la India, Irak y Grecia ­—ya estaba dicho: Homero escribió sobre boxeo en «La Ilíada», la epopeya y el poema más antiguo de la literatura occidental.

El Imperio Romano lo tomó de la cultura griega y lo convirtió en un espectáculo bestial, injusto, salvaje. Era un espectáculo al que se sometía a los esclavos, gladiadores y prisioneros, en los circos romanos. ¡Cómo no iba a ser un imperio el que introdujera todos los condimentos de la crueldad!

Los púgiles-víctimas, usaban el «cestus». ¡Ah, cuánta falta hacía el marqués de Queensberry… pero no para condenar el amor, sino para salvar vidas! El «cestus» era una suerte de guante de metal con clavos y cuchillas, para amputar los cuerpos… o matarlos, mientras el circo romano reía y aplaudía.

Lástima –en este aspecto-, faltaban siglos para que naciera el Marqués. Aquel imperio –que es como el imperio de nuestros días- llegó a incluir un «myrmex», para hacer más horroroso el horror. El «myrmex» era una espuela de bronce que se adosaba a los guantes y que podía pesar hasta tres kilos. «Mirmex» significa despedazador de miembros.

Por suerte, cuando el Imperio Romano decayó, ya no pudo costear estas carnicerías tan divertidas y el cristianismo también se opuso a aquellos enfrentamientos dignos de una pesadilla.

Y pasaron los años como las nubes pasan por el camino del ancho cielo.
Y llegó a Inglaterra el noble (venía de la nobleza) arte de «fistiana», el arte de «fistear». A ver… hablemos en lengua «humana», digo… comprensible.
«Fistiana»: del inglés «fist» = puño, en castellano.

El primer registro de un combate de boxeo en la modernidad data de1681 cuando el duque de Albermarle organizó –en Inglaterra, por cierto– un combate entre su mayordomo y su carnicero. A mi juicio, el circo romano continuaba; también en 1719, cuando el boxeo era un deporte popular en Londres y James Fig, el gran héroe y campeón.

Pero los combates se hacían sin guantes, los adversarios rodaban por el suelo, se agredían a mano abierta y a puño cerrado, los espectadores apostaban como en el casino… «¡Pégale más fuerte, mátalo, destrózalo!»… bramaba la multitud caníbal. Seguía la matanza.

Y entonces llegó el que se conoce como el «Padre del boxeo», Jack Broughton, quien pudo reglamentar apenas una pizca de aquella salvajada.
Según sus dictados, un boxeador no podía permanecer más de treinta segundos en el suelo, a noventa centímetros de su contrincante (¿o enemigo?); y, si no reaccionaba, el entrenador podía darlo por derrotado.
Sin eufemismos: salvarle la vida… o tratar de hacerlo.
Después, las reglas del London Prize Ring acortaron los treinta segundos a ocho y si el deportista era volteado, se daba por finalizada la pelea.
Pero aquello era sólo un analgésico para semejante sangría
Oscar Wilde y Lord Alfred Bosie Douglas, el «delito» de amarse

 ¡Que llegue el Marqués humanista!

Y llegaron John Sholto Douglas Marqués de Queensberry con John Graham Chambers. ¡Qué alivio! Claro que ya corría 1867 y los heridos, muertos y mutilados por el boxeo eran innumerables. Eran innumerables se-res hu-ma-nos.

«Nuestro» por ahora hombre de Queensberry (1844-1900), cambió las categorías de «peso» de los deportistas e instituyó los salvadores «guantes de la mejor calidad y nuevos». En realidad, este código habría sido redactado por John Graham Chambers y producido y patrocinado por el Marqués, quien –además lo publicó. 

 A partir de entonces, se estableció que los «asaltos» no podían durar más de tres minutos, con un minuto de descanso entre ellos; y que el boxeador que cayera al suelo o sobre una de sus rodillas, no podía permanecer en esas condiciones más de diez segundos. En ese momento, se daba por perdida la pelea.

Del dúo Chambers-Sholto Douglas proviene también la idea del famoso «cuadrilátero»: el ring debía ser un espacio cuadrado de 7,3 x 7,3 metros y la clasificación de los luchadores por categorías, de acuerdo a su peso.

El hombre bisagra

En 1889 el estadounidense John Sullivan, campeón de los «pesados», peleó y ganó frente a Jake Kilrain el último combate sin guantes de la historia.
Después, en Nueva Orleáns (Louisiana) y ya con los guantes que imponían las reglas de Queensberry, perdió la competencia de su categoría frente a James Corbett. Fue el 7 de septiembre de 1892.

John Sullivan fue el hombre-bisagra entre dos etapas de este deporte y las pautas de Queensberry se mantienen hasta hoy como código de conducta.
Pero… ¿Hasta dónde los boxeadores eligen ese camino por amor al cuadrilátero, hasta dónde por necesidad de dinero y/o por qué ansían la fama? ¿Hay violencia en ellos… o las carencias los empujan a tomar los guantes de Queensberry?
De Vanity Fair

Pienso en algunos de los considerados «Reyes del boxeo».
El «Campeón gaucho» Carlos Monzón, campeón del mundo del peso medio, a quien entrevisté tantas veces.  El 12 de febrero de 1988 asesinó a su última esposa, Alicia Muñiz, a quien tiró por el balcón de un edificio de la ciudad de Mar del Plata. En 1995 murió en un accidente automovilístico, cuando iba a su casa para gozar de un permiso penitenciario.
Otro de los Reyes, el mexicano Ricardo López,  («El Finito»),

«Campeón del mundo del peso paja» en 1990 y del peso «mini mosca» en 1999. Cincuenta y una victorias, ninguna derrota, la frente alta y considerado por muchos como un ejemplo. Tanto más, sin duda, lo sería el sinaloense Julio César Chávez, cinco veces campeón mundial en diferentes categorías. El Marqués de Queensberry aplaudiría sin guantes.

¡Que se vaya el Marqués!

El Marqués de Queensberry, John Sholto Douglas, fue el padre del lord Alfred Douglas, «Bosie», pareja amada-amante del escritor, dramaturgo y poeta Oscar Wilde. «El mapa del mundo estará incompleto si en él no incluimos al país de la Utopía», escribió. Y vivió sus palabras.

Pero su utopía, que no era otra cosa que el amor total con «Bosie», lo llevó a la cárcel, donde escribió «La balada de la cárcel de Reading». Allí estuvo condenado a dos años de trabajos forzados, a raíz de un juicio por «indecencia grave por la comisión de actos homosexuales». El marqués lo había acusado de sodomía, lo cual fue una expresión de la falsedad, del cinismo político de la época –¿sólo de la época? –, de la soberbia del Poder y, por cierto, de la intolerancia.
El precio del amor: la cárcel

Oscar salió de la prisión arruinado financieramente, y con su espíritu herido: se equivocó al creer que «Bosie» ya no lo amaba; y tras las rejas le escribió un largo texto que se conoce como «De profundis».
Paradojas de la condición humana: el mismo marqués que salvó tantas vidas, gracias a las reglas del boxeo y a la obligación de los guantes, quiso matar el amor. 

Bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth, Wilde pasó el resto de su vida en París, donde murió en soledad a los 46 años.

Su sepulcro de pájaro enamorado tiene cientos de señales de besos de quienes lo amamos. Bendita su vida, que quiso ser vivida como poesía y no como la prosa que escriben los mediocres. Debo decir que cuando lo visité en el cementerio de Père Lachaise, sentí que en aquellos versos de su Balada escrita tras las rejas, no hablaba de otro, sino de sí mismo: 
«… Entre los reos caminaba /con un mísero uniforme gris / y una gorrilla en la cabeza; /parecía andar ligero y alegre, /pero nunca vi un hombre que mirara con tanta avidez la luz del día. /Nunca vi a un hombre que mirara/con ojos tan ávidos/ese pequeño toldo azul/al que los presos llaman cielo…»
          
           El suyo era un cielo sin reglas porque el amor no las necesita.
           Era un cielo sin guantes.
La tumba de Oscar en Père Lachaise, Paris.
Cada milímetro está poblado de besos


           Cristina Castello

           Abril 2008, en revista Open
           México

Pedofilia: #LaNocheDeML/Natacha Jaitt, en 6 pasos – Cristina Castello

1.- Llevan al programa a Natacha Jaitt para que dé nombres de supuestos pedófilos (yo no estaba de acuerdo con esto).
2.- Natacha empieza a dar nombres y la callan. para que no diga aquello para lo cual se la invitó: groseras intervenciones de Ninci y de Grabia.
3.- Termina el programa y hay un impensado y significativo abrazo -cariñosísimo- de la mamá del soldadito-héroe, Marcelo Daniel Massad, caído en Malvinas, a Natacha.


Sólo a Natacha Jaitt abrazó, con amor y por su propia iniciativa.Quisieron oponerlas como el bien y un supuesto mal, pero la dama-mamá, Dalar Massad, abrió su corazón
4.-El corporativismo de los medios, calla lo que pasó y/o lo disfraza (ver Clarín/Nación/Infobae/Perfil, etc.).
5.- El abrazo de la mamá del soldadito-héroe y TW (fue TT mundial) - desde donde se exigía al programa, que no callara una palabra sobre pedófilos- dan el veredicto.
6.-Veredicto: culpables #LaNocheDeML y los medios que, cómplices y hasta esta madrugada, callaron y/o tergiversaon. Se exige la verdad.

**Remarcable: la piedad en cada tuit hacia Natacha, por su vida, y el hartazgo por tanta hipocresía.
El programa del 31/03/2018 completo
AQUÍ


* Pienso en Lourdes Di Natale, asesinada en tiempos de Carlos Menem, porque sabía demasiado

Cristina Castello, palabras al pasar
madrugada del 01/04/2018, después de haber visto el programa

lunes, 12 de marzo de 2018

Cuando "ABUELO" actúa como un adjetivo discriminatorio - Cristina Castello y Silvia Camino

c"Cuando se los llama 'ABUELOS', se sustrae a los ciudadanos  adultos mayores, del reconocimiento  pleno  de sus derechos y como premio consuelo se los trata con léxicos empalagososse les habla en diminutivo, mostrando una ‘pretendida ternura social’".
 (Silvia Camino


Cristina Castello:
La vejez es un viento que llega y arranca una flor" (William Yeats).
Quienes llaman “abuelos” a las personas mayores, son ese viento que quiere arrancarles las flores. Son muchos periodistas y “periodistas” y muchos políticos.

Diálogo espontáneo en Facebook, entre  la Dra. Silvia Camino (abogada) y Cristina Castello  


-Cristina Castello:
No me gustan que digan "abuelos” a los mayores; muchos no tienen nietos; y muchos de quienes lo dicen, por ejemplo la nepotista Mirta Tundis, tienen más de 60, como la mayor parte de quienes convierten el sustantivo “abuelo” en un adjetivo discriminatorio.

- Silvia Camino:
“Abuelo”
no es una categoría social ni jurídica. Los mayores pueden o no tener  nietos. Pero ningún adulto mayor es “abuelo” del pueblo. Tienen los mismos derechos de todos los ciudadanos. Y más: como “discriminación positiva” que deben tener igual que los niños. Una sociedad que quiera ser humanitaria y democrática deberá bregar fuertemente por sus “derechos”. Decirles “abuelos” es casi tenerles “pena”. A mí eso me duele. Mucho. Creo que se les debe gran respeto y tantas veces, admiración.

-Cristina Castello:
 Sil, aprovecho que sos abogada, ¿existe la palabra “abuelo” en Derecho, para llamar a las personas de esta franja etaria?

-Silvia Camino:
A ver, Cris…esta terminología podría ser más propia dentro del Derecho de Familia. La ley los referencia  -al tratar las relaciones de parentesco entre las personas-  como  el ‘ascendiente común’ en una línea recta de la cual se derivan distintas generaciones dentro del seno de la familia. No los llama llanamente “abuelos”. Que quede claro: los adultos mayores pueden o no tener descendencia; esto es, pueden o no tener hijos y/o nietos; y esto nada les agrega ni les quita.

--Cristina Castello:
Claro, entonces sería otra cosa, nada que ver. Para mí esto de decir “abuelos” es también una discriminación según el poder o la posición que tenga cada persona mayor.
¿Quién diría “abuelos” a Graciela Fernández Meijide, a Santiago Kovadloff,  a Magdalena Ruiz Guiñazú, a Juan José Sebrelli, a  Guillermo Roux, a Felipe “Yuyo” Noé,  a Antonio Pujía, a Antonio Seguí, a Martha Argerich?
¿A Mauricio Macri (60 en 2019), a Marcos Aguinis,  a Graciela Borges, a Susana Giménez?
¿A los miembros de la SCJ, Elena Highton de Nolasco, Juan Carlos Maqueda y los otros? 
¿Y a Mario Raúl Negri, a Lilita Carrió, a Mirtha Legrand y a Marcela Tinayre,  y… a Bergoglio (con el perdón de la mesa 
J)?  
¿Acaso a Carlos Menem, a CFK, y a Néstor Kirhner les decimos “abuelos”? 
¿Y cuando  se invita a los programas a Beatriz Sarlo –para que hable mal del Gobierno,  la llaman “abuela”?
¿Y a los criminales del Terrorismo de Estado o a los criminales terroristas de las “Tres A” en adelante, les decimos “abuelos”?
¿Y a los enormes Gregorio Klimovsky y Manuel Sadosky o a la Dra. Carmen María Argibay?
¿María Julia Alsogaray y/o Álvaro Alsogaray, son mencionados como “abuelos”?
¿Y a Raúl Alfonsín, a Don Arturo Illia, y a Hipólito Yrigoyen y a Moisés Lebensohn?
¿El general José de San Martín es recordado como un “abuelo”?
¡Ni hablar de mis colegas periodistas, de más de 60, de 70 u ochenta, que hablan de “abuelos”!
Es como cuando, tantos políticos, periodistas y “periodistas”, dicen “la gente”,  como para señalar que “la gente” son “los otros”; quienes no ostentan posiciones de poder o de propaganda, o acreditan dineros importantes, son “la gente”.  Así también, hay “personas” y hay… “abuelos”: los desechos de personas.

-Silvia Camino:
Absolutamente así, Cris, ¡tal como decís! En la 'jerga' argentina -por una tan triste como pretendidamente edulcorada convención social, incluso muchas personas de buena voluntad, así como comunicadores y políticos aceptan decir 'abuelos' a los adultos mayores que han tenido a lo largo de sus vidas las menores posibilidades en educación y calidad de trabajos. Los 'abuelos' son los adultos mayores que se encuentran más dependientes de la ayuda -en el mejor de los casos de sus familias- porque tienen los 'bolsillos más flacos' si no vacíos; seres humanos que fueron dejados en esta situación por nuestro cínico y depredador sistema jubilatorio; lejos quedaron del 'jubileo' cuando todos los gobiernos han arrasado con sus cajas previsionales, pues siempre calcularon que muchos tal vez no tendrían fuerza para protestar, ni votos para dar, ni vida suficiente para reclamar. Sin dudas, y tal como decís, los 'abuelos' son los adultos mayores/ciudadanos más discriminados por estar en la situación más grave de vulnerabilidad -junto con los chicos- y a veces, peor. Siniestra palabrita la de 'abuelos’, en este caso.

-Cristina Castello:
Ni hablar de los grandes hombres que hicieron historia, desde la ciencia, la política, las artes… Aclaro para las “feminazis”: “hombres” está dicho en el sentido genérico, como se usó siempre.  Nadie les dijo ni les dice “Abuelos”.

-Silvia Camino:
Totalmente, Cris. Decir ‘abuelos’ a los ciudadanos adultos mayores es como otorgarles una  capitis diminutio” -como decían los romanos- o disminución en la capacidad jurídica, una especie de ciudadanos de segunda. Se los sustrae del reconocimiento  pleno  de sus derechos y como premio consuelo se los trata con léxicos empalagosos; se les habla en diminutivo, mostrando una ‘pretendida ternura social’. Es muy raro este caso argentino. Trata a un ciudadano mayor casi a la categoría de un infante. Carece de toda sensatez.
Espero que Cambiemos pague ya las SENTENCIAS FIRMES
a los mayores, NO a los "abuelos"

-Cristina Castello:
A quienes menos tienen… “la pobreza, esa dura y vieja bruja” (William Blake). Qué curioso, vos sabés, Sil, en francés, “jubilation” quiere decir “júbilo”; la misma palabra, en castellano, es un oprobio, al que disfrazan con “abuelos”, para “tiernizar
 –como bien decías- la injusticia y la ausencia de fraternidad. Insisto, la palabra “abuelo”, para las personas mayores, es un adjetivo discriminatorio. Perverso.

-Silvia Camino:
¡Sí! ‘Abuelos’ es EL eufemismo para llamar a los adultos mayores pobres, "sin una situación de poder económico/social',como decís, a veces con poca educación y que tuvieron los trabajos más desfavorables. Un beso, mi querida Cris
Cristina Castello

"Habría que nacer viejos y morir niños. Nacer sabios y pisar fuerte desde el comienzo, para no caer desde el principio, e ingenuamente morirnos. Y creer que al final todo fue un juego, cuando somos viejos -es decir, niños- reírnos de la vida por conocer ya sus ríos, reírnos de la muerte por no entender sus abismos. Nacer viejos y morir niños... Saber que hemos llegado. No ver el fin del camino". 
Enrique Bossero


*Estas palabras al pasar escritas muy velozmente, en un ida y vuelta, son enriquecedoras. Pueden ocurrir en FB, cuando se encuentran personas con ojos que saben ver y que tienen vocación de ayudar a construir la vida

Diálogo de Silvia Camino y Cristina Castello en FB
Hoy, 12/03/2018
Imágenes de flores, de ESTE SITIO