jueves, 14 de mayo de 2015

Elogio de los ancianos; por Alberto Salcedo Ramos

Siempre me han gustado los ancianos. Amo los surcos de sus rostros, sus ojos acuosos. Cuando caminan en la distancia los sigo con la mirada hasta cuando se me pierden de vista. Sobre todo, me encanta oírlos.
Amo ser contertulio de un viejo que cuenta historias en un taburete mientras se abanica el pecho con su sombrero. Durante mi adolescencia los compañeros del colegio me llamaban “viejito precoz”.
Me llamaban así porque prefería fisgonear las conversaciones de los mayores que jugar fútbol con ellos.
Oír hablar a un viejo es como leer con los oídos. Por eso el poeta senegalés Leopold Sedar Senghor decía que cuando un anciano muere es como si se quemara una biblioteca.
Ninguna imagen me conmueve tanto como la de una pareja de ancianos que caminan tomados de la mano.
Acaso esta fascinación se deba a que fui criado por abuelos. Además alcancé a conocer a mis dos bisabuelas, ambas casi centenarias. La una —mamá Josefita— se sabía de memoria varios cuentos de “Las mil y una noches”, y la otra —mamá Rita— era de poquísimas palabras pero tenía un rostro plácido que daba gusto contemplar. Yo no entendía por qué, cuando estaba dormida, seguía sonriendo. En todo caso me encantaba asomarme a su habitación para espiarle el sueño.
En la infancia me asustaba mucho cuando sentía el estruendo de las tormentas del Caribe en el techo, o cuando un ventarrón embestía las ventanas. Entonces bastaba con que apareciera alguno de los viejos de mi familia para sentir que el mundo amenazante volvía a ser confiable.
Cuando hay un viejito que no encuentra con quién hablar siempre soy yo el que le arroja el salvavidas. Una vez, en la Guajira, me topé con uno de ochenta y siete años que aún presumía de su virilidad. Puse cara de que le creía, y entonces me soltó esta ocurrencia divertida.
— Yo no sé por qué le dan tanta fama al tal Viagra ese, mijo. Anoche probé una pastilla de esas ¡y eché los mismos tres de siempre!
En otra ocasión un anciano ebrio me abordó en el Paseo Bolívar de Barranquilla y me espetó una sentencia memorable:
— La mujer siempre tiene por dónde; el hombre no siempre tiene con qué.
Mi abuelo, el viejo Albe, tenía un montón de dichos campesinos muy sabios. Decía, por ejemplo, que donde ruge tigre no hay burros con reumatismo. A mí me encantaba retarlo llamándole viejo como quien lanza una acusación.
— Viejo es el sol y todavía alumbra – se defendía.
Recordé la frase de mi abuelo esta semana, cuando vi en la prensa dos noticias que me alegraron el alma: la primera es que Rosa Elisa Salgado, una señora octogenaria nacida en Tunja, concluyó la carrera de “educación artística” y se va a graduar junto a dos de sus nietos.
La segunda es que Marcelino Cantillo y Rosa Lilia Sepúlveda se enamoraron dentro del ancianato donde viven, y acaban de casarse.
Los ancianos existen pese al desprecio de los gobernantes. Los ancianos estudian pese al olvido de sus herederos. Los ancianos aman pese a la incredulidad de los jóvenes.
De manera que volveré a llamar por teléfono al fotógrafo Nereo López, para oírle decir por enésima vez por qué decidió irse a vivir a Nueva York después de los ochenta años:
— ¡Para abrirme nuevos horizontes!
Quizá algún día me anime a jugar fútbol con ustedes, muchachos. Pero por ahora seguiré oyendo hablar a los ancianos, es decir, frecuentando esas grandes bibliotecas antes de que la muerte me las arrebate.

Publicado el 11 de mayo de 2015 en PRODAVINCI