Estudio sobre la poesía de Cristina Castello, efectuado por la Universidad Paul Valéry, Montpellier III: Pascale Gabellone, poeta y profesor emérito - 17 de marzo de 2011
La realidad, sin la energía desmembradora/ de la poesía, ¿ qué es?
(René Char, Pour un Prométhée axifrage)
Quisiera precisar, ya desde el principio, que lo que voy a decir de la poesía de Cristina Castello no se parecerá a lo que se suele llamar «estudio universitario». Más bien se trata de apuntes«en margen» de una lectura recién descubierta, pero que dio lugar, en mi mente, a una reacción en cadena, produciendo pensamientos que, de cerca o de lejos (poco importa la distancia, en el fondo), me solicitaron y que me atravesaron como una experiencia inesperada. Estas consideraciones, por lo tanto, serán tentativas para entablar un diálogo con esta poesía desde otro lugar, desde un «aquí» que es mío pero que recibe los ecos de esta palabra que no sabría dejarnos insensibles.
«La palabra estrellada» es el título que di a esta conferencia.
Lo que exige, me parece, algunas explicaciones.
Una palabra estrellada es una palabra que resiste a la forma cerrada, definida y deslindada para obedecer, al contrario, a una fuerza pulsional dentro del lenguaje, fuerza que, al mismo tiempo, no estaría presente sin una especie de infinito «anhelo poético». Se me ocurrió este título al leer los poemas de Orage/Tempestad, este bello libro de Cristina Castello, y al decirme que esta poesía es portadora de una violencia, pero también de un incontestable resplandor cuya luz, a veces cegadora, alcanza los más oscuros recovecos del mundo para revelarlos y a veces transfigurarlos. Este resplandor cunde hacia varias direcciones al mismo tiempo, opera desbordamientos incesantes que tienden a borrar los límites admitidos, soplando vientos siderales sobre las cosas y los seres, sobre la realidad más brutal y los sueños más quiméricos.
Palabra de hospitalidad y destierro, de lejanía y proximidad, la poesía de Cristina Castello convoca los elementos y las fuerzas de la naturaleza, una naturaleza no salvada sino a salvar, así como los elementos y las fuerzas de la historia: en ella, los elementos arden pero no dejan cenizas, el mundo se pierde, los lugares se reinventan de su muerte y por su vida nueva, pero algo florece en el fondo de la experiencia del desierto. Como tal, la poesía es una forma de resistencia que al mismo tiempo que entabla un diálogo con lo no-humano, lucha contra lo inhumano. Ha de poder salvar la fragilidad del amor, el exilio de la palabra y el silencio del cual se desgaja: «La palabra — ese silencio extraviado», dice Cristina en un poema reciente que se titula precisamente «La palabra» (del poemario Sombra, Ediciones Trames, 2010)
La floración en medio del desierto que nos evoca al gran Leopardi de la «Ginestra», remite también a la experiencia extrema de otro gran poeta, Paul Celan, que escribe en «Corona» (Adormidera y memoria):
Ya es hora que un guijarro se acostumbre a florecer,
[ … ]
Ya es hora que la hora sea.
Ya es hora.
¿Puede decirse, todavía hoy, que la poesía es «floración»?
¿No se tratará aquí de una manera de caer otra vez en una visión «remilgada» del hecho poético, mientras que esta poesía, la de Cristina Castello, parece «gritar», exponerse al ventarrón del altamar, a las «tempestades» del mundo? Sin embargo «florece» la poesía. Cuando puede, según su movimiento propio y su condición en la época Cuando existe, dándose según la palabra de Maldiney, «fuera de sí», la poesía es el amanecer mismo. Es lo que la lengua, toda lengua histórica y culturalmente situada, tiene que poder contener, hasta que se escuche y adquiera un sentido. Apoyándose en el defecto inherente al lenguaje, llevar la palabra a la luz. Con todo su peso de ambigüedad y de sombra, bajo el signo «oximorónico»del enfrentamiento de los contrarios o de su convivencia. Cristina, otra vez, «La palabra puede ser una cruz o una flor» (Torbellino)
Paul Celan, más que otros en este siglo, habrá experimentado este defecto como herida histórica y ontológica de una lengua; y, sin embargo, habrá renovado la exigencia de «permanecer»en la palabra, pues la cuestión del hoy se plantea, ante todo, como el problema de la mera existencia del poeta. Hablando de Ossip Mandelstam, Celan dirá de ésta: «poesía de un difunto que se adelanta fuera de su defunción» (así es como la designa), que «nos importa en nuestro presente».
Creo que no es una pura casualidad, o un «gusto» poético entre otros, lo que empujó a Cristina a colocar estas palabras de Celan en el epígrafe inicial de su libro:
Un estruendo:
la verdad en sí misma
hace acto de presencia
entre los hombres
en medio
de un concierto de metáforas.
Paul Celan
(Versión en castellano de Cristina Castello)
La verdad poética impresiona y retumba no como una verdad cualquiera, demostrable, calculable, tautológica, sino como la verdad de una condición, nacida del polemos, fruto del dolor, próximo a la revelación criatural que es su sentido y, casi diría, su escatología.
Cristina Castello, con los profesores eméritos de la Universidad Paul Valérie -Montpellier III Flaviano Pisanelli y Pascal Gabellone |
Porque en medio del mundo, en lo hondo de sus vórtices, está la criatura que, en el desamparo máximo, recurre a una lengua de la esperanza, a una poesía que lleva la esperanza y que es llevada por ella. Sabemos, con un saber oscuro y carnal, que «la herida atraviesa la boca del poema», como está escrito en «Bruma», pero también que ésta «presagia una epifanía» («Bruma» otra vez).
La tarea de la poesía así es, otra vez, y allende todos los formalismos que atravesaron el siglo XX, la de enfrentarse con la aspereza del mundo, con el terror y el horror de la historia humana, para decirlos con todo el ánimo de una palabra armada de su sola vibración, de una pasión del sentido contra lo insensato que nos acecha y nos rodea. Palabra de resistencia por consiguiente: «Resistiré asida al murmullo de los astros» también dice en «Bruma».
La poesía que resiste, no puede hacerlo sino porque la ilumina una constelación, porque su silencio o su murmurar la sustenta. Así es como aparece una familia de patronímicos a lo largo del hilo de los poemas para crear lo que llamaría yo una constelación del alma: la constelación del arte, podría decirse, pero sería poco decir. Los nombres de poetas, pintores, músicos, que habitan estos textos, de Rimbaud a Odilon Redon, de Goya a Beethoven, de Velázquez a Poulenc y Chopin (y dejo de lado a muchos), no se refieren solamente al arte como tal, es decir a una esfera que sería exterior e intangible, sin mezclarse con las cosas del mundo, preservada del mal y de la crueldad-, sino más bien a presencias que viven, a voces y a formas activas que dan peso y fuerza a la expresión poética, arrancándola de su soledad y desasosiego.
Centellea la constelación de esos patronímicos. De ahí viene el «destello» (p. 95), el centelleo que echa una luz de posible re-nacimiento sobre un paisaje de escombros:
Un relámpago de sombra en los ojos
Un haz de tinieblas luminosas en los dedos
Quizás el ansia de una pureza angélica
Quizás el deseo de sofocar la inercia
Antes que el cielo se abra a la memoria
De otro día de un mal bien canalla, el desabrigo
Yo ofrendo mi sangre en vigilia, mi alfa y omega
El ala de mis vocales y de mis consonantes...
Allí donde otro ojo, menos apasionado, menos vivo, sólo vería ruina y desesperación, la mirada del poeta suscita una nueva vida, un latido, una palpitación. Atravesando los tumultos, encima o más allá de ellos tal vez, el amor, la hermosura echan su grito «primal», primitivo, buscan la abertura absoluta que los haga posibles: «Escribir para destruir el mundo/ Y construir la vida» («Rompiente»),
Si la poesía piensa en la profundidad de la evocación de esos posibles inauditos, pensar en poesía es por consiguiente, sobre todo, pensar esta herida, decir el destierro, y, al mismo tiempo, la morada, el pasar, el tiempo y el ultra-tiempo que se da, no como otro mundo; como otro Lugar exótico o Más allá, sino como tensión hacia un límite que también es abertura, visibilidad e invisibilidad, tino y desatino.
Antonio Prete escribe en Il Demone dell’analogia: «el pensar poético hace de la razón una llanura en que los relámpagos del día y el centelleo de las estrellas tienen lo riguroso de los conceptos, y en que la meditación sobre el ser tiene la impetuosidad cegadora de las olas fulminadas por el sol. En esta llanura, tiene el saber un aliento, y tiene la fuerza de una iluminación interior el viento que sacude los árboles».
El campo de la experiencia sensible y de su expresión en la palabra permite que salga a plena luz la otra cara de la verdad, que es resucitación y florecimiento de lo impensado. Tal verdad – paradójica -es energeia del principio, nacimiento, origen. Entrar en relación con ella significa responder a la llamada de algo real, caminar hacia él, con la intención de acceder a aquello a lo cual no tenemos acceso y que sin embargo se presenta, desgarra, abre, se entrega. Cristina escribe: «Ser un inicio, un origen, un don» («Rompiente»). Hacer de sí misma, de su cuerpo y de su alma heridos, la ofrenda y el indicio de otra escala del ser.
Cabe decir el poder de incoación, el poder de origen que habita la poesía, el « tener lugar» del acontecimiento de la obra, o del acontecimiento que atraviesa la obra: «destello del ser» (Henri Maldiney),
Antes de eso, está también, evidentemente, la larga sedimentación del poema, su origen siempre sepultado en aquellas honduras, o incluso a flor de piel, desde el momento en que una palabra, a veces apenas una sílaba, marcó con su huella sonora este estado de entresueños que ya no es de la noche ni aún completamente del día, propicio al trabajo del vacío y al recuerdo del dolor. Entonces puede caber en ella una vida entera, pero como enterrada en las honduras kársticas más insondables, en una geología del cuerpo y del tiempo que es su mayor universalidad y su mayor soledad.
En esta geología, queda salvaguardado el pasado, como en vilo fuera del tiempo: «Pasa eso y se aguanta, tal como es, en lo invisible» escribe Rilke en la séptima Elegía de Duino. Este movimiento hacia un interior invisible es también una sedimentación del tiempo de la experiencia, algo inmemorial, más allá de toda memoria y de todo olvido. Así es cómo podrá amanecer el poema. El grito y el dolor habrán podido cambiarse en una luz al mismo tiempo implacable y nutricia, extraña y amistosa, por una acción sobre lo real cuyo sentido y contenido modifica, una acción hacia fuera que es donativo y abandono, pero sobre todo llamada.
Porque si se elabora en lo íntimo del tema, la poesía no queda sin afueras. Al contrario, está expuesta a lo de fuera como a lo que, principio y fin, pone a prueba del mundo la obra. Es «esa pupila abierta a todo ardor » (La palabra), esta sed inextinguible (Sed es el título de uno de los libros de Cristina Castello) del otro, del principio vital reiterado, de la utopía y de la ucronía necesarias a la libre respiración del poema para que éste pueda hablar.
La poesía respira y al respirar, habla. Habla al mismo tiempo de otro modo y con las palabras de todos. Un hablar que tiene que poder decir con la fuerza desnuda de la verdad. En el espacio y en la urdimbre de este hablar que es el de todos, el decir ha de poder adelantarse allende todo hablar como una cavadura infinita o un vericueto; porque decir, es traer hacia una luz intermitente, a veces matizada de sombra, a veces cruda o incluso fulgurante, este «trastorno de las honduras» (Rimbaud) que no deja de horadar el cuerpo y el alma del sujeto despojado. Así como lo escribe Dylan en un poema que parece ser una metáfora del advenimiento poético:
La fuerza que enarbola la flor en la punta del cohete verde
Enarbola mi verde edad; la fuerza que arranca las raíces de los árboles
Enarbola mi verde edad; la fuerza que arranca las raíces de los árboles
Me destruye. (Dieciocho poemas)
Fuerza de vida y de destrucción, la poesía de Cristina Castello mira más allá, más allá de Ares para vislumbrar a Afrodita, más allá de Afrodita para ver y reconocer a Orfeo, sin olvidar nada de las amenazas de la época, del dolor y de la separación. Realmente es la sed, ansia suprema que empuja esta voz hacia el agua del poema, hacia el manantial de una belleza no comprometida y, tal vez, salvadora. Convoca nuevas siembras en una tierra nueva –sin embargo idéntica-; siembras de música y de viento en el exacto lugar, las ciudades, en que, todavía y siempre, se deshumaniza el hombre, en que gime y se pierde la criatura:
Hay fantasmas en las ciudades letanías.
Hay espíritus, espectros, sombras. Hálitos
de seres clausurados jadeantes de latidos
Ciudades espectrales habitadas por fantasmas, y que sólo la música puede arrancar a la muerte y a la desaparición. Sembrar música en vez de sembrar la muerte, repetir el gesto estrellado del sembrador quien echa las semillas en todas las direcciones, para responder a la sed de la tierra, a su expectativa.
Sembradores de música, quiero. Las ciudades claman por la siembra.
Por un cielo colmena de estrellas y estremecimiento de orugas
Huella de lo inasible y Después de la lluvia.
¡Vamos! Vamos a inflamar despertares
[…]
Para que la música sea.
Para celebrar el fuego.
Porque la lluvia.
Y para
no más
Horizontes
Fugitivos.
(El canto de las sirenas)
Sed también de la criatura que exige la vida y su verdad desnuda, sed de una justicia que sea fiel a la hermosura, y capaz de rescatar al mundo en el momento de su destrucción.
Pascal Gabellone
Traducción del francés: Denise Peyroche
2 comentarios:
Hermosa!!
Hermosa!
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