Mostrando entradas con la etiqueta Notas X Cristina Castello. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Notas X Cristina Castello. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de abril de 2018

Marcos Ana, el Quijote. Por Cristina Castello



(Marcos Ana murió el 24/11/2016- Esta nota es anterior)
Decidme cómo es un árbol. /Decidme el canto de un río/
cuando se cubre de pájaros.
Marcos Ana

Es el hombre que más tiempo estuvo en la cárcel durante la Guerra Civil española. Sin sueños de venganza, Marcos Ana sigue luchando contra el fascismo. Su historia es testimonio de los pájaros sin alas de aquella barbarie; y también una juerga de ternura que iza la Bondad por encima de todo horror.


Marcos Ana, poeta y Quijote. Emblema universal de la lucha por la libertad —88 años, hoy— estuvo en las cárceles del franquismo entre 1939 y 1961. Conoció el espanto en su piel, en su corazón, y a través de los ojos de sus compañeros; descubrió el oprobio en las manos de los torturadores: manos extranjeras a la vida que sólo los domingos cesaban de masacrar, pues entonces los verdugos rezaban en la Iglesia y con el capellán.
Pero también supo de deleites: en las mazmorras del fascismo español, Marcos Ana «adoptó» —como se adopta un bebé— una flor inocente, nacida en la grieta tenebrosa del muro más cruel. Así como, aunque trepado a los barrotes y castigado duramente por ello, se extasió con cada plenilunio que —gracias a su obstinación— pudo gozar. Igual que contrabandeó, reja a reja, la poesía de Neruda y sus propios versos, como una letanía que invocaba la libertad. Tenía sólo 19 años cuando cayó en aquel infierno del Régimen, y veintitrés más cuando —como una salva de pájaros contentos— pudo dejar la jaula para abrazar la nitidez de la luz.

Luz cegadora para él, que no conocía más que las tinieblas. Pero la vida, que sólo le había ofrecido su mano mezquina, le llegaba por fin con la mano que da. Entre todos sus dones, le dio los viajes, el reconocimiento mundial —el abrazo de la humanidad— y la posibilidad de luchar. Le dio la poesía, y le descubrió el amor y el sexo... recién a sus 42. Ella era joven y morena, delgada, bella y sutil. Se llamaba Isabel Peñalba y tenía la mirada azul.

¿Serán los ojos de Penélope Cruz, la actriz fetiche de Almodóvar, los que lo mirarán desde aquel azul de Isabel? Quién sabe. Primero terminará la filmación de «Los abrazos rotos» y, quizás, rodará «La piel que habito». Y entonces se dedicará a «Decidme cómo es un árbol», el último libro de Marcos Ana; obra que recorre el mundo con sus memorias de la prisión y de la vida, flameantes de humor, de la poesía de su prosa y del sentido de la existencia como un hecho trascendente.

¿Cuántos filmes podrían hacerse con cada latido de este Quijote? En cualquier caso, Almodóvar eligió tomar la historia de Marcos, «un superviviente», cuando era ya un pájaro en vuelo libre que surcaba cielos a la salida del infierno. Al cineasta le impresiona que, después de haber respirado tanta muerte, el poeta sepa de justicia y paz, de fraternidad y siembra, de imaginación y esperanza, y no de rencor. Le sorprende su pasión por la vida del prójimo. Se emociona porque en «Decidme cómo es un árbol», nuestro autor cuenta que —a causa de un compañero que lo denunció— recibió una de sus dos condenas a muerte; y, aun así, no da su nombre para evitar un daño a la posible familia del traidor.

Curiosa audacia la de Almodóvar, artista de un lenguaje cinematográfico barroco y brillante, cuyos temas habían sido hasta ahora el amor por su madre y por las mujeres, la sexualidad, el maridaje entre el amor y la muerte, y la transmutación del alma. Y si bien algunos hechos de la historia que filmará justifican a primera vista su elección —ya se verá— hay algo central, más novedoso que todo. «Marcos Ana es lo más parecido a un ángel —explicó el director—, no he conocido a nadie tan bueno». A partir de esta experiencia, ¿podremos sumar entre sus razones para elegir un guión el valor infinito de la Bondad?


La mirada azul
Decidme cómo es el beso / de una mujer. Dadme el nombre
del amor: no lo recuerdo
.
Marcos Ana

Después de 23 años tras los muros, lo más difícil fue la libertad. Aprender a ser libre. Marcos sabía vivir en la cárcel, donde el cariño hacia (y de) sus camaradas fue su sostén y su motor. Aunque fue torturado hasta casi morir; aunque vio asesinar tantas vidas y también su juventud, tiene grabadas en la piel y en todo su ser las risas de sus amigos y su generosidad. Con ellos compartía el hambre y el pan, los sueños y los homenajes con que —en las sombras de la sombra y con ingenio— honraban a los grandes poetas. La cárcel era una «universidad democrática», un hogar. Marcos fundó las tertulias literarias, a pesar de que la imaginación era salvajemente perseguida. Los guardias debían evitar la fuga física de los prisioneros; y el capellán, la fuga espiritual. Había que impedir la poesía, pues era enemiga del sistema, era un ser más a encarcelar. ¿Encarcelar el sol? ¡Vaya!

En la década de los ’50 y a una celda de castigo infrahumana sus compañeros le acercaron, ellos sabían cómo — ¡oh, qué gracia la imaginación!—, una lapicera y poemas de Neruda y de Rafael Alberti. Los leyó más de mil veces y... ¡empezó a escribir! Pero... ¿cómo guardar su palabra escrita? Y aquí otra vez la creatividad. Sus «colegas» de prisión aprendían de memoria sus versos, y los que recuperaban la libertad eran poemarios parlantes de Marcos Ana, conocido aún como Fernando Macarro Castillo. Tiempo después, recibió un librito impreso con sus poemas... ¡Hombre, qué felicidad! Eran las dos primeras ediciones de «Te llamo desde un muro», publicado entonces en México y en el Perú.

Como un juego interminable de espejos reflejados en sí mismos para multiplicarse, la cámara de Almodóvar mostrará a los espíritus inquietos del mundo, la vida de nuestro personaje y conciudadano suyo... ¡sí! Vaya sucesión de casualidades: el cineasta nació en La Mancha, igual que la obra suprema de la literatura universal: «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha»; igual que Don Miguel de Cervantes Saavedra, su autor, quien había abierto los ojos a la vida en Alcalá de Henares, ciudad de la famosa región, donde Marcos vivió desde sus nueve años y padeció su primera prisión... ¿Es que existe el azar?

Virgen hasta los 42, para Fernando Macarro el mundo exterior era una leyenda, una fábula, una ficción. No había muros sino cielo; ¡había tocino! —tocino, aquel sueño suyo de hambreado durante los 9.000 días y noches de su encierro—; había coches, carteles luminosos, tiendas... ¡mujeres! Había una vida «normal» y él la había olvidado después de tantos años tras los muros. Habituado al horror y a la necesidad, las luces lo mareaban, devolvía la comida que había ansiado: se sentía en otra galaxia... hasta que llegó su noche azul.

Ella. Ella creía que él estaba borracho e intentó devolverle el dinero; el que él debía pagarle, como prostituta que era la muchacha. Fernando Macarro no sabía qué hacer, a solas con una mujer y en un hotel; se sentía torpe, extraño, desorientado, hasta que le contó la verdad: los 23 años de cárcel y su inexperiencia sexual. Y ella se dedicó a él con amor: lo llevó a pasear por la Gran Vía de Madrid y fueron a cenar, mientras él hablaba y hablaba, como una semilla que encuentra tierra fértil después de la sequedad.

La mirada azul lloró. Lloró tanto, al tiempo que él le contaba el único mundo que conoció. Lloró por todas las cosas que merecen lágrimas (Jorge Luis Borges). Isabel Peñalba —era ella, sí— lo llevó después al hotel y logró que Fernando hiciera el amor. Quería renacerlo, inaugurarlo. Ya en la mañana, chocolate con churros juntos en la cama, y cuando el poeta amanecido «varón» llegaba de vuelta a su casa encontró en el bolsillo las quinientas pesetas de la paga que ella no cobró. Y un papel, un llamado, una solicitud de amor: «para que vuelvas esta noche».

Él pensó en ella todo el día con deseo y emoción, pero el miedo de ofenderla con la paga —que además era dinero de la joven— se mezclaba con su deseo viril y con el temor de destrozar el recuerdo de aquella noche de pureza y magia. No sabía si ir o no, y otra vez fue una flor la que lo salvó de nuevo, para decidir. Compró docenas de flores tan luminosas como aquella que, nacida en el muro más cruel, había adoptado como a un bebé. Las 500 pesetas —el precio de la paga— se convirtieron en un bouquet de pimpollos con orquídeas y magnolias. Las dejó en la conserjería del hotel, con una tarjeta: «Para Isabel, mi primer amor». Franz Kafka escribió que cuando uno se empeña en subir, los escalones brotan debajo de los pies, anhelantes. Isabel fue el escalón al amor.
Almodóvar se regocija en este recodo de alba y de tal embeleso de ternura que su cámara ansía traducir.

Antes, mucho antes, el faro de Marcos había sido el cariño absoluto hacia sus padres, en quienes pensó para elegir el seudónimo con que lo conocemos. Escogió Marcos, por su papá: ¡ay!, aquella imagen de una gorra solitaria prendida en la rama de un árbol roto, cuando un bombardeo lo asesinó; los ojos desolados del hijo tenían 17 años. Decidió apellidarse Ana, por la mamá. Abnegada bajo su siempre pañuelo negro en la cabeza, ella había ido a verlo a la cárcel, una vez más, pero no la dejaron entrar. Con su calvario interior por haberse enterado de que el hijo estaba condenado a muerte, comenzó a volver sobre sus pasos. Mamá Ana cayó al suelo, los guardias la golpearon y humillaron y ella murió en una zanja, en aquella Navidad de 1943: «...que murió de rodillas, me contaron / crucificada en un leño de llanto, / con mi nombre de hijo entre sus labios / pidiendo a Dios el fin de mis cadenas»

Candilejas
Mi pecado es terrible; / quise llenar de estrellas / el corazón del hombre
Marcos Ana

Desde su liberación en 1961, gracias a la presión internacional, pues estaba condenado a sesenta años de rejas, recorrió Europa y gran parte de la América morena. Conoció a Louis Aragon, Pablo Neruda, por fin a Rafael Alberti y María Teresa León, a Salvador Allende, Nicolás Guillén, Picasso, Yves Montand, Michel Piccoli, Prévert, Jean-Paul Sartre, Joan Báez, Miguel Ángel Asturias, Pedro Vianna y tantos más. Convirtió su vida en una defensa de la libertad, en contra de todo autoritarismo. Fundó y dirigió en París, hasta el final del franquismo, el Centro de Información y Solidaridad con España (CISE), que presidió Picasso. Y cada persona que lo entrevistaba, y aún hoy, le repite una pregunta: ¿Vio en prisión al enorme poeta, alma de cristal, Miguel Hernández? Sí, lo había visto. Al «Fuego azul de la poesía» —como lo llamaba Neruda—, el franquismo lo había asesinado a los 31 años, con una tuberculosis ponzoñosa a la que sus verdugos jamás atendieron.

A los dos años de su libertad, Marcos conoció a Vida Sender, quien fue su mujer por muchos años. Hoy están separados, pero conservan una amistad cada vez más honda y el amor de los dos hacia «Marquitos», con quien vive. Es el hijo de ambos —hoy camarógrafo, fotógrafo y documentalista—, la ofrenda mayor que recibió de la libertad.

Pero hubo otras más. Como el reencuentro con aquella música de acordeones y violines que, de una orquesta lejana, había escuchado en la cárcel de Burgos en la Navidad del ’60. Nunca supo el nombre y, aunque la buscó con obsesión, sin ese dato y sin poderla tararear, no era posible hallarla.
Después, el vértigo de los viajes lo llevó a Copenhague, donde le habían asignado para hospedarse la casa de… Karen. Alta, bella, fascinante, la diosa nórdica no podía entenderse con él más que por señas. Marcos no hablaba una palabra de inglés, y ni pensar en el danés. Desde un sillón, la miraba, cohibido —más aún cada minuto—, sin poder pronunciar una palabra; y ella lo percibió: lo acomodó en el canapé, apagó las luces para crear un ambiente tenue que ayudara al reposo, puso cierta música en el tocadiscos y se dispuso a dejarlo descansar.

Entonces, la sonrisa de la vida. El milagro. La melodía que el poeta estaba escuchando era la de la película «Candilejas», la misma de aquella Navidad; la que tanto había buscado. La música le provocó un sobresalto que hizo a Karen volver, inquieta, y sentarse con él, casi en él. El resto fue el abrazo en silencio, la vibración al unísono, y el lenguaje del amor y la pasión. En los cinco días de su permanencia en Dinamarca y en tantos otros de su vida libre, el encantamiento pobló de estrellas al héroe que llena de estrellas el corazón del hombre.

«Decidme cómo es un árbol», clamaba Marcos Ana en el poema que dio el nombre al último libro. Hoy, ya todos los bosques, todos los pájaros y todos los ríos le contaron su historia. Hoy se reconoce como un «árbol milagroso», porque sigue dignificando la condición humana. Y se abraza a la palabra de su admirado Paul Éluard: «Y serán recompensados los que ríen de horror».

Cristina Castello, en revista "Playboy" de México, Octubre 2008

viernes, 30 de marzo de 2018

El hombre que humanizó el boxeo y condenó a Oscar Wilde por amar, por Cristina Castello

Oscar Wilde
Fue el octavo Marqués de Queensberry quien,  junto a John Graham Chambers, creó las reglas del boxeo moderno en 1867 e inventó los guantes «nuevos y de la mejor calidad». Su objetivo fue dar a lo que en aquel momento era una disputa sangrienta brutal el aspecto de un arte. John Sholto Douglas, tal su nombre, quiso para el boxeo lo mismo que los griegos habían logrado ya en el año 1900 antes de Cristo, lo cual les permitió que lo incluyeran en el 688 de la misma era en los Juegos Olímpicos. Quería hacer de este deporte, que se practicaba particularmente entre la aristocracia, un culto al cuerpo.

Pero el arte y el respeto a lo corporal del hombre no le importaban al Marqués, sino tan sólo para el pugilismo. En cambio para el amor para ese amor donde anida la Gracia Sholto Douglas guardaba la hipocresía propia de su moral victoriana. Paradojas de la existencia. En el cementerio de Père Lachaise de París, en una tumba que más parece un pájaro en siempre vuelo, están las cenizas de su víctima: uno de los escritores y poetas célebres de la historia universal. Oscar Wilde.
 
Caricatura del Marqués de Queensberry
en Vanity Fair
 Boxeo, ¿deporte o violencia?

El hombre utilizó sus puños a manera de arma desde tiempos remotos. En Albacete, España, hay pinturas rupestres de los años 10.000 a 5.000 anteriores a la era cristiana, con representaciones de estas luchas; y en siglos posteriores, pero siempre antes del nacimiento de Cristo, la historia registra la existencia del boxeo en muchos países. En África, Egipto, la India, Irak y Grecia ­—ya estaba dicho: Homero escribió sobre boxeo en «La Ilíada», la epopeya y el poema más antiguo de la literatura occidental.

El Imperio Romano lo tomó de la cultura griega y lo convirtió en un espectáculo bestial, injusto, salvaje. Era un espectáculo al que se sometía a los esclavos, gladiadores y prisioneros, en los circos romanos. ¡Cómo no iba a ser un imperio el que introdujera todos los condimentos de la crueldad!

Los púgiles-víctimas, usaban el «cestus». ¡Ah, cuánta falta hacía el marqués de Queensberry… pero no para condenar el amor, sino para salvar vidas! El «cestus» era una suerte de guante de metal con clavos y cuchillas, para amputar los cuerpos… o matarlos, mientras el circo romano reía y aplaudía.

Lástima –en este aspecto-, faltaban siglos para que naciera el Marqués. Aquel imperio –que es como el imperio de nuestros días- llegó a incluir un «myrmex», para hacer más horroroso el horror. El «myrmex» era una espuela de bronce que se adosaba a los guantes y que podía pesar hasta tres kilos. «Mirmex» significa despedazador de miembros.

Por suerte, cuando el Imperio Romano decayó, ya no pudo costear estas carnicerías tan divertidas y el cristianismo también se opuso a aquellos enfrentamientos dignos de una pesadilla.

Y pasaron los años como las nubes pasan por el camino del ancho cielo.
Y llegó a Inglaterra el noble (venía de la nobleza) arte de «fistiana», el arte de «fistear». A ver… hablemos en lengua «humana», digo… comprensible.
«Fistiana»: del inglés «fist» = puño, en castellano.

El primer registro de un combate de boxeo en la modernidad data de1681 cuando el duque de Albermarle organizó –en Inglaterra, por cierto– un combate entre su mayordomo y su carnicero. A mi juicio, el circo romano continuaba; también en 1719, cuando el boxeo era un deporte popular en Londres y James Fig, el gran héroe y campeón.

Pero los combates se hacían sin guantes, los adversarios rodaban por el suelo, se agredían a mano abierta y a puño cerrado, los espectadores apostaban como en el casino… «¡Pégale más fuerte, mátalo, destrózalo!»… bramaba la multitud caníbal. Seguía la matanza.

Y entonces llegó el que se conoce como el «Padre del boxeo», Jack Broughton, quien pudo reglamentar apenas una pizca de aquella salvajada.
Según sus dictados, un boxeador no podía permanecer más de treinta segundos en el suelo, a noventa centímetros de su contrincante (¿o enemigo?); y, si no reaccionaba, el entrenador podía darlo por derrotado.
Sin eufemismos: salvarle la vida… o tratar de hacerlo.
Después, las reglas del London Prize Ring acortaron los treinta segundos a ocho y si el deportista era volteado, se daba por finalizada la pelea.
Pero aquello era sólo un analgésico para semejante sangría
Oscar Wilde y Lord Alfred Bosie Douglas, el «delito» de amarse

 ¡Que llegue el Marqués humanista!

Y llegaron John Sholto Douglas Marqués de Queensberry con John Graham Chambers. ¡Qué alivio! Claro que ya corría 1867 y los heridos, muertos y mutilados por el boxeo eran innumerables. Eran innumerables se-res hu-ma-nos.

«Nuestro» por ahora hombre de Queensberry (1844-1900), cambió las categorías de «peso» de los deportistas e instituyó los salvadores «guantes de la mejor calidad y nuevos». En realidad, este código habría sido redactado por John Graham Chambers y producido y patrocinado por el Marqués, quien –además lo publicó. 

 A partir de entonces, se estableció que los «asaltos» no podían durar más de tres minutos, con un minuto de descanso entre ellos; y que el boxeador que cayera al suelo o sobre una de sus rodillas, no podía permanecer en esas condiciones más de diez segundos. En ese momento, se daba por perdida la pelea.

Del dúo Chambers-Sholto Douglas proviene también la idea del famoso «cuadrilátero»: el ring debía ser un espacio cuadrado de 7,3 x 7,3 metros y la clasificación de los luchadores por categorías, de acuerdo a su peso.

El hombre bisagra

En 1889 el estadounidense John Sullivan, campeón de los «pesados», peleó y ganó frente a Jake Kilrain el último combate sin guantes de la historia.
Después, en Nueva Orleáns (Louisiana) y ya con los guantes que imponían las reglas de Queensberry, perdió la competencia de su categoría frente a James Corbett. Fue el 7 de septiembre de 1892.

John Sullivan fue el hombre-bisagra entre dos etapas de este deporte y las pautas de Queensberry se mantienen hasta hoy como código de conducta.
Pero… ¿Hasta dónde los boxeadores eligen ese camino por amor al cuadrilátero, hasta dónde por necesidad de dinero y/o por qué ansían la fama? ¿Hay violencia en ellos… o las carencias los empujan a tomar los guantes de Queensberry?
De Vanity Fair

Pienso en algunos de los considerados «Reyes del boxeo».
El «Campeón gaucho» Carlos Monzón, campeón del mundo del peso medio, a quien entrevisté tantas veces.  El 12 de febrero de 1988 asesinó a su última esposa, Alicia Muñiz, a quien tiró por el balcón de un edificio de la ciudad de Mar del Plata. En 1995 murió en un accidente automovilístico, cuando iba a su casa para gozar de un permiso penitenciario.
Otro de los Reyes, el mexicano Ricardo López,  («El Finito»),

«Campeón del mundo del peso paja» en 1990 y del peso «mini mosca» en 1999. Cincuenta y una victorias, ninguna derrota, la frente alta y considerado por muchos como un ejemplo. Tanto más, sin duda, lo sería el sinaloense Julio César Chávez, cinco veces campeón mundial en diferentes categorías. El Marqués de Queensberry aplaudiría sin guantes.

¡Que se vaya el Marqués!

El Marqués de Queensberry, John Sholto Douglas, fue el padre del lord Alfred Douglas, «Bosie», pareja amada-amante del escritor, dramaturgo y poeta Oscar Wilde. «El mapa del mundo estará incompleto si en él no incluimos al país de la Utopía», escribió. Y vivió sus palabras.

Pero su utopía, que no era otra cosa que el amor total con «Bosie», lo llevó a la cárcel, donde escribió «La balada de la cárcel de Reading». Allí estuvo condenado a dos años de trabajos forzados, a raíz de un juicio por «indecencia grave por la comisión de actos homosexuales». El marqués lo había acusado de sodomía, lo cual fue una expresión de la falsedad, del cinismo político de la época –¿sólo de la época? –, de la soberbia del Poder y, por cierto, de la intolerancia.
El precio del amor: la cárcel

Oscar salió de la prisión arruinado financieramente, y con su espíritu herido: se equivocó al creer que «Bosie» ya no lo amaba; y tras las rejas le escribió un largo texto que se conoce como «De profundis».
Paradojas de la condición humana: el mismo marqués que salvó tantas vidas, gracias a las reglas del boxeo y a la obligación de los guantes, quiso matar el amor. 

Bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth, Wilde pasó el resto de su vida en París, donde murió en soledad a los 46 años.

Su sepulcro de pájaro enamorado tiene cientos de señales de besos de quienes lo amamos. Bendita su vida, que quiso ser vivida como poesía y no como la prosa que escriben los mediocres. Debo decir que cuando lo visité en el cementerio de Père Lachaise, sentí que en aquellos versos de su Balada escrita tras las rejas, no hablaba de otro, sino de sí mismo: 
«… Entre los reos caminaba /con un mísero uniforme gris / y una gorrilla en la cabeza; /parecía andar ligero y alegre, /pero nunca vi un hombre que mirara con tanta avidez la luz del día. /Nunca vi a un hombre que mirara/con ojos tan ávidos/ese pequeño toldo azul/al que los presos llaman cielo…»
          
           El suyo era un cielo sin reglas porque el amor no las necesita.
           Era un cielo sin guantes.
La tumba de Oscar en Père Lachaise, Paris.
Cada milímetro está poblado de besos


           Cristina Castello

           Abril 2008, en revista Open
           México

domingo, 4 de febrero de 2018

Nelson Mandela: 46664 Pájaros de libertad, por Cristina Castello


          En el atardecer del 2 de febrero de 1990, pudo respirar de nuevo a corazón abierto, después de haber sufrido 27 años de cárcel, acusado de ser Inocente. Nelson Mandela comenzó por tratar de cambiar su aldea para poder cambiar el mundo (Gandhi dixit). Había empeñado su vida en la lucha contra el apartheid, que segregaba a la población negra de Sudáfrica y la obligaba a vivir de manera infrahumana. Por cierto que para aquel régimen discriminatorio esto fue suficiente para considerarlo un «terrorista».
         La respuesta del gobierno sudafricano ―hambriento de injusticia y de la mano de la CIA yanqui― al intento ininterrumpido y heroico de terminar con la exclusión, fue una cifra. Una cifra atroz.
         46664.
         46664 fue el número de prisionero que selló a Mandela tras las rejas, primero en la mazmorra de Robben Island y luego en la de Pollsmoor.
         Pero también fueron 46664 las palomas que surcaron el cielo hace veinte años, el día de la liberación del pájaro de la libertad, el 2 de febrero de 1990.
         Mandela había abierto sus ojos a la vida el 18 de julio de 1918 en Umtata, Sudáfrica, hijo del jefe de la tribu de los Tembu, quien lo bautizó Rolihlahla. Después de la educación primaria en una escuela de misioneros británicos, hizo el bachillerato en artes y luego la carrera de abogado. A los 24 años se inició en la política, durante su tiempo estudiantil en Johannesburgo y se incorporó  al Congreso Nacional Africano. (ANC). Desde allí, con otros jóvenes, se dio a la tarea de rescatar de la exclusión a millones de trabajadores casi esclavos, a campesinos de zonas rurales y a profesionales.
         Portar sangre negra en las venas, era ―y es, aún― un estigma y una condena, para un mundo sin piedad. Pero nuestro hombre soñaba con la emancipación.       Mandela ama la música de Händel y de Tchaikovski y su vida inspiró a no pocos músicos, que convirtieron su itinerario de piel negra y albas interiores, en canción. Él ama la escritura, los libros y el cine: su propia historia fue llevada a la pantalla, en «Invictus», flamante filme de Clint Eastwood, protagonizado por Morgan Freeman y Matt Damon. Ama los atardeceres, amó a sus tres esposas, con la última de las cuales ― Graça Machel― se casó cuando tenía 80 años. «Quiero al ser humano. Es un símbolo, no un santo», dijo ella de su marido.
         Sí. Mandela es un ícono de la paz y de la entereza para enfrentar la adversidad,  y un emblema de la resistencia ante la menor posibilidad de renunciar a sus principios, aunque eso lo haya sumido en más y más años de prisión.

Pájaros del amor
         «En prisión uno está frente a frente con el paso del tiempo. No hay nada más aterrador», había escrito Mandela en su celda, que es hoy un sitio de atracción turística. ¿El morbo no tiene límites, como parece tenerlos la memoria?
         Después de los primeros años de prisión, nuestro hombre no era para los jóvenes, más que una referencia, un recuerdo vago, sólo una mención. La conciencia pública no guardaba con interés su nombre ni su lucha: era un candidato para el olvido. Pero estaba Winnie.
         
Con Winnie, su 2ª esposa, en 1990
Winnie fue su segunda esposa, después de Evelyn ― su amor de juventud― con la cual estuvo casado en el período 1944-1950 y con quien tuvo cuatro hijos. A Winnie, una trabajadora social ―un huracán de pasión― la desposó  en 1958 y la pareja tuvo dos bebés.
         Inteligente, bella, infatigable, tomó la antorcha, a pesar del odio y las persecuciones de la policía. Fue varias veces arrestada, se convirtió en un símbolo de la resistencia y fue conocida entre la población negra, como Madre de la Nación. Fue tal su fuerza y tan potentes sus convicciones que, con el tiempo, surgió como una figura en sí misma, más allá de Mandela.
         Se separaron en 1996. La pasionaria sudafricana se habría rodeado de un grupo violento, en resistencia por la cárcel de su amado, y por las masacres con que el Poder causaba millares de muertos; la cometida en Soweto, es un «ejemplo» del horror que el hombre puede causar al hombre.

El grupo de Winnie fue implicado en acusaciones de asesinato, secuestro y violación; y ella misma, en 1991 fue juzgada por el supuesto asesinato de un escolar. No fue condenada. El hombre de los pájaros de libertad la acompañó en todo momento, pero luego ambos anunciaron el fin del matrimonio. Fue entonces Zinzi, una de las hijas el matrimonio, quien escoltó y representó muchas veces a su padre en el extranjero. Él había sido elegido presidente de su país en 1994, cargo que mantuvo hasta 1999.

Pájaro de la paz
         «Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática, en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir».
         Con esta declaración de principios, Nelson Mandela cerró su alegato ante la justicia en 1961. Las supuestas «causas» de su detención y acusación de alta traición, había sido su resistencia frente al apartheid. Con aquellas palabras, desafiaba al Tribunal a condenarlo a la pena de muerte. El público lloraba en los palcos; las Naciones Unidas habían impuesto sanciones contra Sudáfrica y la resistencia contra la ignominia era cada vez mayor, pero el líder sostuvo en palabras la actitud de toda una vida, con la serenidad de la verdad, con esos valores que lo mantuvieron erguido, cuando todo zozobraba.
         Y siguió ese camino. En 1985, cuando llevaba 25 años de cárcel, resultaba una molestia para el gobierno sudafricano, a causa de la presión internacional. Entonces, le ofreció la liberación, con ciertas condiciones. Entonces, Mandela ―a través de una carta que leyó su hija Zini― esgrimió de nuevo su esencia incorruptible. Rechazó dejar las rejas, hasta que toda la población negra alcanzara sus derechos.
Fue una conducta que le valió cinco años más de prisión. En 1988, en el estadio Wembley de Londres, miles más miles de personas celebraron su setenta cumpleaños, en un concierto que vieron millones de personas en todo el mundo. «Te saludamos Nelson Mandela. Y queremos verte a ti y a los otros prisioneros políticos en libertad», bramó la voz del cantante Harry Belafonte y su voz estremeció al Poder.
El día del vuelo de las 46664 palomas, cuando las calles recuperaron los pasos del hombre de piel azabache para transitar la libertad, él habló de reconciliación. ¿Reconciliación con el opresor? Mandela explicó la necesidad de evitar una masacre: «si no, la única sangre que correría sería la del hombre negro», sentenció.
          Es curioso, el líder había dicho siempre que el enemigo era la supremacía blanca y, sin embargo, hasta el blanquísimo ex-presidente Pik W. Botha, uno de los responsables de sus 27 años de cárcel, pensó que su víctima era la única esperanza hacia una salida pacífica.
         En 1948, el Partido Nacional había ganado las elecciones, donde sólo los blancos tenían permitido votar, y empezó a instalar el apartheid. Y casi hasta los finales del siglo XX, el Poder en Sudáfrica provino de ese partido y de la Iglesia Reformista Holandesa. En aquel año, entre otros códigos que deberían ser extraños a la naturaleza humana, se establecieron una serie de normas, como la Ley de Clasificación Racial, la Ley de Matrimonios mixtos, que prohibía las uniones entre personas de diferentes razas y la Ley de Áreas, que confinaba a los negros a vivir en zonas delimitadas.
         Por cierto, estos horrores no existen ya, en la evidencia cotidiana, sino disfrazados de democracia; y hay otros horrores: siempre hay más. ¿Pudo Mandela cambiar su aldea, su África del Sud? ¿La idea de reconciliación fue una idea o es una realidad? Todo parece indicar que fue sólo un sueño.
         Este hombre ejemplar dejó un surco; él es una huella y una antorcha, pero la historia enseña que tratar de negociar con el enemigo en el Poder, aunque sea con la más sana intención, sólo lleva al influencismo. A creer que, dentro de las filas del enemigo, se podrá influenciar, sin pensar que siempre es el enemigo quien decide sobre la vida de las personas. Hoy gobierna Jacob Zuma, negro y en representación de negros y mestizos. Pero, ¿gobierna para los excluidos, por la justicia y la igualdad, tan caros a Mandela?

¿Pájaros libres?
         En 2004 Nelson Mandela se retiró de la vida pública. «No me llamen, yo los llamaré», dijo. De cualquier manera, continúa trabajando por la paz, como gran estadista y se dedica muy especialmente a combatir el SIDA, desde  hace mucho; su hijo ― Makgatho― murió a causa de esa enfermedad en 2005, a los 54 años, y son más del 20% las personas que la padecen en las tierras sudafricanas.
         Hoy, a pesar del sacrificio de 27 años de prisión de Mandiba― así lo llaman, con ese título honorario que daban los ancianos de su tribu― el dolor recorre los senderos de su país. La pobreza aumenta en progresión geométrica, según las cifras oficiales hay un 26% de desempleados, que en realidad es del 40%. La lucha contra el apartheid parecía ganada y, de hecho, el apartheid no existe en lo formal; y los adeptos al gobierno, y en particular el Partido Comunista, afirman que están dispuestos a «matar o morir» por Zuma.
         En los hechos, la clase dirigente es la misma del apartheid. Un hombre de raza negra gobierna, sí. Pero sigue tutelando a una minoría. Más del 43% de la población vive con menos de 22 euros por mes; y ya desde 1994 las tierras están distribuidas con cifras que cuentan la verdadera historia: el 3,6 por ciento de ellas es para los negros; y más del 80% para los blancos.
         Para mantener el sistema, estas políticas aseguran la perpetuación del sistema del apartheid. Dicho sin máscara: garantizan la súper explotación de la población negra y refuerzan los obstáculos para la constitución de una nación unida y soberana.
         9855 días de `prisión, 27 años de 46669 pájaros sin libertad. Y ahora, ¿qué?
          El carnaval del mundo engaña tanto....*
*Juan de Dios Peza
Cristina Castello, 30 de enero de 2010- Publicado en revista "Open", México

martes, 30 de enero de 2018

Jorge Luis Borges: la palabra universal, por Cristina Castello

Foto: Anne Marie Heinrich 
¿Un ciego con luz, o un lúcido enceguecido?
Por Cristina Castello



«Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me
abrazaba la sed»

J. L. Borges, de «El Inmortal»


Jorge Luis Borges es una metáfora de sí mismo. Es uno de los escritores más destacados del siglo XX y un emblema de su patria argentina, donde todos lo nombran pero pocos lo leyeron. Niño prodigio, vivió su infancia vestido de niña por su madre, quien lo llamaba «inútil» e «infeliz».
Su erudición tiene pocos parangones. ¿Fue tan lúcido para descubrir la sacralidad de la vida, como para escribir? ¿O la lucidez dañó esa parte del espíritu donde está escrito que nada de lo humano debería ser extraño?
Pocos artistas son tan amados y aborrecidos. Y se comprende: los versos de Borges son sagrados, pero su boca fue incontinente. Calificó a Federico García Lorca, como un «poeta menor», y de la misma forma honró a los vates de la Generación del XXVII española; no se privó de críticas a Julio Cortázar; de Cien años de soledad, de García Márquez dijo: «Lindo título, ¿no?». Fue implacable con Charles Baudelaire, se ensañó con Pierre Corneille –autor de «El Cid»– y con Isidore Ducasse (el Compte de Lautréamont).
Más: al ritmo de cada sorbo de su té inglés calificó a Arthur Rimbaud como «un artista en busca de experiencias que nunca logró», y criticó salvajemente a André Breton, potencia de imaginación y poesía; y, aunque nacido en las pampas, su anglofilia era tan fuerte como su franco fobia (Juan José Saer dixit). Demasiado, Mister George.
Su sed, su sed eterna. Este 24 de agosto, se cumplen 110 años de su nacimiento, y la pregunta de siempre sigue en pie: ¿Tuvo sed de poesía, o, también –y sobre todo– de sentirse amado por una mujer? Él, la pluma universal, tuvo amores imposibles y sufrió como los personajes de las novelas más vulgares, que despreciaba. Hasta que llegó su cauce: María Kodama, con quien tuvo una unión en el misterio.
Mente prodigiosa, en «El jardín de los senderos que se bifurcan», propuso –sin saberlo– una repuesta a un problema de la física cuántica. Y toda su vasta obra fue un hito, como disparador de la fantasía de lectores y gentes de letras.
A la par, si bien en su momento condenó a Adolfo Hitler y a Benito Mussolini, después hizo loas de autores de crímenes de lesa humanidad: Francisco Franco, Jorge Rafael Videla y Pinochet, entre otros. Asesinos, condenados en tal condición por la Justicia.


Más que por otros poetas, se sintió marcado por el enorme Walt Whitman.Pero, ¿qué a
 Whitman, su poeta  admirado
similó de él? La palabra de Whitman se batía por la libertad de los pueblos y la dignidad humana; la palabra hablada de Borges defendía –también– la invasión-masacre norteamericana en Vietnam.
Su obra de ficción, plena de ironía, es sobria y precisa pero, en general, tiene una gran distancia con la vida viviente, como si lo que escribía hubiera pasado por su cerebro y no por su sangre; está plena de símbolos, de metáforas tan ricas como poco comprensibles para la mayoría; tiene un sentido metafísico, y muchas veces intensamente lúdico. «Historia universal de la infamia» y «El Aleph», entre otras, son piezas maestras del siglo XX.
Borges fue uno de sus espejos de tinta. Un acertijo. Una suerte de estatua de sí mismo, un monumento, un ser sin piel, por cuyos poros asomaba su inteligencia. Pero en la poesía que escribió asoman sus venas terrenales, irremediablemente: [...] Sin que nadie lo supiera, ni el espejo, /ha llorado unas lágrimas humanas. /No puede sospechar que conmemoran /todas las cosas que merecen lágrimas (de «La cifra»).
La poesía es una voz: la vida viva. Ni siquiera este hombre de la esquina rosada
, pudo esconderse tras los muros de cristal del poema. El poema no tiene tapias: es revelador.

La hora de la espada:
Borges, Pinochet y Videla

Amaba la música de Pink Floyd, de Los Beatles, de los Rolling Stones y de Brahms. Adoraba a «Bepo», su gato. Mientras, aplaudía al gobierno que hizo desaparecer a 30.000 personas –luego de torturas satánicas–, durante el golpe de Estado de 1976 en Argentina. Abrazado a su gato, Borges reclamó públicamente «cien años de dictadura militar».
Jorge Rafael Videla y otros cómplices, con
Borges y Sábato


«Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno», dijo en mayo de aquel año. Se refería a la reunión que mantuvo con el genocida Jorge Rafael Videla, primer presidente de facto de aquella etapa; había asistido, presuroso, con Ernesto Sábato, quien fue después defensor de los derechos humanos: los rictus de la vida.
El tiempo hizo su juego y en1980, con o sin el gato «Bepo», recibió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, gesto en el cual –aunque ella lo niega, discreta– hay una influencia evidente de María Kodama. Entonces se mostró conmovido, y hasta indignado con los militares asesinos; y reiteró esa conducta cuando, ya en democracia, se juzgó a los desaparecedores de seres humanos: recién en ese momento quiso enterarse de los suplicios y muertes sufridos por sus congéneres, y escribió una crónica para la agencia EFE. ¿Había despertado por fin su lucidez para la fraternidad? Ojalá.
Pero las palabras son una suelta de pájaros: imposible remontarlas cuando vuelan a voluntad del viento. ¿En cuántas personas influyeron sus primeras declaraciones? ¿Cuántas, sin pensamiento propio, repitieron los conceptos del poeta sólo porque «lo dijo Borges»?


Paseó entre laberintos, espejos, libros de arena, ruinas circulares y bibliotecas de Babel. Cultivadísimo –es una de las más grandes glorias mundiales de la literatura– se fue de este planeta el 14 de junio de 1986, siempre en espera del Nobel. La condecoración que, orgulloso, había recibido de las manos con sangre de Augusto Pinochet,  
Borges y Pinochet
fue un escollo insalvable para el premio. Aquel día se alborozó con su flamante doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y enarboló la hora de la espada. La hora de la espada, el discurso reaccionario de Leopoldo Lugones, quien –con esas palabras– avalaba la siembra de muerte de los futuros golpes de Estado.
Borges fue Borges, ni más ni menos, a pesar de haberse definido como anarquista. A los 17 había sido tildado de comunista, con la prohibición de entrar a Norteamérica. En realidad, sólo había tenido un enamoramiento adolescente de la Revolución Rusa, fuente de inspiración para el poemario «Los salmos rojos», que destruyó tres años después. Sólo se publicaron los versos de la poesía que da título al libro, en la revista «Grecia», en un periódico de España y en otro de Ginebra.
De su pecado de juventud sólo queda esa huella, y las cenizas de tantas estrofas incendiadas.
En 1983 anunció su suicidio en el diario La Nación, en el relato «Agosto 25, 1983». Por cierto que no se quitó la vida; y justificó haber jugado con las palabras y con la opinión pública, en su cobardía para auto inmolarse. ¿Buscaba con sus actitudes, la fama y el espacio que su país le negaba como escritor? ¿Era un exquisito provocador?
Lúdico, me dijo en una entrevista que el deporte que más le gustaba era la riña de gallos; y con su proverbial ironía bajo el aspecto de ingenuidad, se preguntaba por qué en el fútbol 22 hombres corren detrás de una pelota, en lugar de comprar 22 pelotas.
Se jactaba de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud. Pero aquello no duró más que un instante: su droga dura fueron los caramelos de menta, y su devoción, la merluza hervida.

Leonor Acevedo, madre de Borges
Travieso, guardaba billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su Paraíso: la biblioteca. A pesar de no haber creído en ningún dios, antes de morir rezó el «Padre Nuestro», porque así lo había dictaminado muchos años antes, su madre. Doña Leonor Acevedo seguía rigiendo el destino del hijo –el «inútil» e «infeliz»–, obediente hasta el último soplo, que exhaló el 14 de junio del ’86.

«Me duele una mujer en todo el cuerpo»

S
u padre lo llevó a un prostíbulo en Ginebra, para que ejerciera por primera vez como varón; y desde entonces, el amor le fue una frustración. Muy amigo de Adolfo Bioy Casares, escritor y caballero excelso y de una personalidad fuertemente seductora, Borges vivía a través suyo, lo que la vida no le daba: la pasión de una dama. Se sentía el patito feo.
El nombre de una mujer recorrió el mundo en los versos borgianos: «Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». Matilde no existió jamás: era el personaje de una novela ignota y de baja calidad, a quien él dio entidad universal con su estrofa.
La soledad puede ser una telaraña.

Borges y Elsa Astete Millán

A Elsa Astete Millán, su primera esposa, la conoció en 1931, cuando él tenía 32. La relación fue terrible: sin amor, sin pasión, sin interés de ninguno de los dos por el otro. Ella se enamoró de Ricardo Albarracín Sarmiento, dejó al poeta ciego y amante de las espadas, y se casó con el candidato nuevo. Sólo después de decenios, Elsa relató aquel fracaso, sin mucha elocuencia:
―«No se dio», contó, apenas.
―«Sólo la esperaba a ella», gimió el poeta a modo de narración.

 
Para mitigar la espera, Borges se enamoró de Estela Canto –quien jamás lo amó–, de Silvina Bullrich, de María Esther Vásquez, y más.
Y llegó 1965 –habían pasado más de treinta años– y el reencuentro con Elsa. Él ya estaba casi ciego, tenía 68 años y ella 57. Sin que le importara su agnosticismo, se casaron por iglesia: por amor, todo podía sacrificarse. Al menos eso creyó.
Doña Leonor Acevedo había influido una vez más: ―«¿Cada noche de su vida, antes de acostarse, miraba tu foto», dijo a su futura nuera.
Con Estela Canto
El matrimonio se terminó después de tres años, en 1970. Georgie se cansó: sin una palabra, salió de la casa conyugal y no volvió jamás. Unos meses después, mientras paseaba con su sobrino por la calle Florida de Buenos Aires, Elsa Astete Millán se cruzó con el escritor y lo saludó:
―«¿Quién es? », preguntó el poeta, ya totalmente ciego. ―«Es Elsa, tío», fue la respuesta
―«¿Y quién es Elsa?», repreguntó Borges.
Enterraba el amor, ¿el amor? ¿Fue Millán la pasión que le hizo escribir me duele una mujer en todo el cuerpo? Todo hace pensar que no, pero... Qui sait?
Alcanzó la fama recién en la antesala de la vejez, a pesar de haber comenzado su vida literaria como un superdotado. A los siete años había escrito en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, el cuento «La visera fatal», inspirado en un episodio del Quijote; y a los nueve tradujo del inglés «El príncipe feliz» de Oscar Wilde.
Su obra incluye cuentos, ensayos y poesía. Fue un innovador, abrió senderos. No hay que olvidar que dos de las grandes revoluciones de la lengua castellana, tuvieron su origen en la América morena: una fue la de Rubén Darío y el modernismo; y la otra, la de Borges, a partir del cambio que impuso a la narrativa. Además, hizo guiones de cine, crítica literaria y prólogos; escribió en colaboración con otros escritores, y tradujo obras del inglés, francés, alemán, anglosajón y escandinavo antiguo.

Era como Leonardo da Vinci, complejísimo y lleno de matices, con inteligencia fascinante e imaginación enorme. ¿Era como el genio da Vinci? Así lo siente María Kodama. 
María Kodama
Cultivadísima, escritora e incansable cancerbero de la obra del Maestro, ella amaba tanto «su rostro de conejo» como verlo reír tal «un cachorro de tigre al sol».
«Ulrica», según él la llamaba –nombre nórdico que quiere decir «Osita»–, escuchó por primera vez un poema del que sería su esposo, cuando tenía cinco años; lo conoció a los 12 y la relación amorosa empezó a finales de los’60, pero se hizo exclusiva, desde el adiós a Elsa. «Osita» fue también un gran soporte de la actividad literaria y personal de Borges, lo ayudó en la dirección de su colección «Biblioteca personal»; y escribieron juntos, en colaboración, «Breve antología anglosajona» y «Atlas».
Fue desenfadada, fresca y espontánea con el Maestro: a pesar de su juventud, le discutía cosas que podrían haber parecido una insolencia y que, sin embargo, a Georgie le gustaban y divertían. Y así la disfrutó: libre como un animal en la selva, según ella se define, a costa de ser prisionera de su libertad. 

María fue los ojos a través de los cuales Borges descubrió geografías, amaneceres y obras de arte presentidas pero vedadas para sus pupilas en penumbras. Hoy, el poeta descansa –por su elección– en el cementerio Plainpalais (Ginebra), cerca de donde había tenido su primera experiencia sexual, en aquel prostíbulo. Vaya coincidencia.
Y tantos amores frustrados, y tantos versos, y dos esposas, tan diferentes.
Elsa le había dicho:
¬«Georgie, aprovecha tu cuarto de hora; hoy estás en el candelero, pero dentro de dos o tres años nadie se acordará de vos».

La última morada

María lo acompañó hasta el final y hoy recorre el mundo, para mantener vigente y hacer crecer la obra del poeta. Y no le debe de ser fácil: no es sencillo tener talento y ser la viuda de un grande, en un país como Argentina, donde tantos quieren apropiarse del alma del Maestro. ¿La amó? Nadie puede saberlo, el corazón del hombre es insondable, aún para sí mismo. 
-«Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. / Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines de Oriente y de Occidente, cuánto Virgilio», le escribió, entre tantos versos.Es como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor, dijo de su mujer.
«Y que nadie temiera», está grabado en la tumba de Jorge Luis Borges, un grande de las letras y un poeta sin compromiso con la vida humana. Sediento, lúdico, incontinente verbal, brillante, desamparado, a veces un niño. En los días anteriores a su muerte, contaba a su esposa de los caramelos «toffee» que le compraba su abuela, hablaban de literatura y estudiaban árabe.
¿Fue un hombre ciego pero con la lucidez a flor de alma, o la luz del conocimiento lo encegueció? «Debo justificar lo que me hiere. /No importa mi ventura o mi desventura. /Soy el poeta», había escrito.
Quizás sea la mejor sentencia y la única conclusión.

 
Kodama, entrevista con Cristina Castello

* Cristina Castello, publicado en revista "Open" (México), julio 2009