CRISTINA CASTELLO: EL «CRISTAL» CON QUE SE VEN
TODOS LOS COLORES DEL ARCO IRIS
Su madre, Rosita Batmalle, decía de ella, cuando niña, que era como un cristal, y así la llamaba. Quienes conocen en persona a Cristina Castello ―entre ellos, la autora de estas líneas― saben que Rosita no se equivocó. Cristina tiene la fragilidad y la dureza, al mismo tiempo, de los cristales. Es fuerte y débil, blindada y vulnerable, endemoniada y angelical. Como su poesía, que acaricia y golpea en un solo acto de amor e insumisión; como su voz a la hora de recitar (lo propio y lo ajeno), siempre vigorosa, pero también siempre resquebrajada por el sentimiento ―sea piedad, alegría o dolor―, que nos contagia hasta el tuétano; como su prosa periodística (casi poética, por lo demás), llena de puñetazos contra las realidades miserables de este mundo, que se convierten en abrazos cuando la vida ―en contadas ocasiones, es cierto― permite que asome un acto de ternura, de amor, de comprensión o de luz. Esto es sobre todo evidente en sus más de tres mil entrevistas (para la prensa, la radio o la televisión), un género del que es maestra, quizá la mejor entrevistadora del país, y que de hecho enseñó a docenas de jóvenes estudiantes de periodismo que la admiraron entonces y la siguen admirando con fervor hoy. Y es que en las entrevistas Cristina no perdona cuando no hay que perdonar, y en cambio se entrega mansamente cuando su instinto ―sus dotes de «brujita buena», como ella misma dice― le dicta que hay que hacerlo así porque el ser humano que tiene enfrente es eso, un ser humano, rara avis en medio de la mediocridad y la tontería propias del siglo de las «máquinas inteligentes», esas máquina que, según parece, han dispensado al hombre de la obligación, la responsabilidad y la dicha (aunque tantas veces se convierta en infelicidad) de pensar.
Ahora esta bella mujer ―en cuerpo y espíritu―, conocida mundialmente gracias a su no menos bella página web [www.cristinacastello.com], acaba de publicar en papel una selección de poemas, algunos difundidos ya a través de su propio sitio, o de miles de «hipervínculos» que remiten a éste ―o por distintas antologías también impresas―, y otros que aún dormían en la intimidad de su computadora, a la espera de que alguna circunstancia, alguien, algo, los despertara y los hiciera volar como los verdaderos pájaros que son: palomas de paz, águilas de guerra o ruiseñores de amor, según los destinatarios o los temas. Y este orden de seres alados es precisamente el que rige de manera tácita la sucesión de los títulos, ordenados en tres series (o «movimientos») bajo tres austeros números romanos que, al igual que el Oráculo de Delfos, sugieren, pero no declaran.
De las «palomas de paz»: Música / de tostadas crujidas / con dientes de leche / Dicha de cristal al sol / La imaginación insomne / Duerme con los pájaros / Hilvanes de vuelo. («Rocío»).
De las «águilas de guerra»: La muerte se maquilla / Se viste Se alboroza / Acaricia guadañas / en dicha de campanas / en gula de ojos niños / y hambrienta por vivir / Le organizan la fiesta / satanes del Poder / La muerte siente víspera / de almas rocío de cristal / La muerte quiere Imperio / de cosmos y no cosmos. Servidumbre de muertos / que arrulla su puñal... («Inminencia»).
De los «ruiseñores de amor»: Renacida en vos / Mi hombre nuevo. / Toda yo te estreno. / Emigraste de tu tierra / De cumbres y de faros / Y me estrenás de nuevo / Vida. / Inmigraste a mi alma / Vacante. / Deshabitada al fin / De la ausencia / Que anidó sustancia viva. / Ahora / Vos. / Transparente. / Te estreno / Como víspera. («Debut»).
El libro de poemas de que hablamos se llama «Soif» (Sed, en francés) y ha sido publicado en edición bilingüe (francés-español) por la editorial de París L’Harmattan, dentro de su colección Poetes des cinq continents (Poetas de los cinco continentes). Las ilustraciones son del gran pintor argentino residente en París, Antonio Seguí, exclusivas para «Soif».
Al estilo de una narradora de la antiquísima tradición oral, o de un trovador de la Edad Media, Cristina Castello no había dejado nada, hasta el momento, a la letra impresa, salvo las ya citadas antologías que recogen partes dispersas de su obra. ¿Discreción? ¿Modestia? ¿Intimidad? ¿Necesidad? ¿Azar? Sea lo que fuere, se trataba de una «injusticia poética», reparada a tiempo por su contrario, que es, por así decirlo, el acto de justicia que la Poesía ejerce con todos los poetas de verdad. Y ella forma parte de esta raza ―la de un Baudelaire, un Machado, un Withman o un Donne―, como su sed, su «Soif», ahora indeleblemente, lo confirma.
Sarah Braff
Publicado en «Buenos Aires Times», febrero de 2005